martes, 6 de octubre de 2015

Tarde de domingo

Parece que el reloj, contagiado por el hastío de esta tarde de domingo, se olvidó de girar. La lluvia, que no contempla la opción de amainar, continúa con la húmeda monotonía, sin saber el significado del antes ni del después. Rutina de un otoñal diciembre, que no supiste cómo empezó y que parece no tener final.

Y caen las gotas sobre el cristal que separa la maldad del mundo exterior de tu morada. El refugio ante el infinito decadente permanece caliente, expectante ante los cientos de paraguas que allí abajo vagan buscando un significado a sus vidas. Mientras, tú sigues ahí sentada, esperando que aquel chico que espera sólo en la plaza desde antes de que tú llegases, no ceda y el destino le recompense. Quizás aquella sombra borrosa desde tu noveno piso lleve algo de ti. Tal vez, ese paraguas, más gris que este cielo de París, sea la señal divina que llevas buscando en el techo de tu pequeño apartamento las últimas semanas.
Y suenan las campanas de Notre Dame, ya por quinta vez desde decidiste ser la consciencia de la ciudad, a través de tu ventanal. Todas y cada una de aquellas personas enredan sus caminos sin ser conscientes de sus pasos. En su mirar estará la más maravillosa de las historias. Pero las grandes pantallas no ilustrarán sus vidas, ni los libros narrarán sus sueños más locos. En esta ciudad, en la que todo parece transcurrir en blanco y negro, observándose el cambio de fotograma, ruedan las miserias de los pobres y las pesadillas de los ricos. Y tú, que decidiste robarle los segundos a la tarde, oculta tras tu pequeño rincón, te encontraste con aquel chico inmóvil que no desistía en que, quizás ella, aparecería.
Se podría inundar toda Francia pero, con esta melodía de piano triste que parece tener este maldito país como banda sonora, él resistiría; y tú, le pedirías que lo hiciera. Porque necesitas un solo apoyo en tu locura de vida. Uno solo.
No necesitas ninguna amiga que te recuerde que tu corazón roto en París, es como un cuerdo en el mundo de los locos, para eso ya estás tú; y las tardes de domingo. Lejos de todo y todos, en un viaje que prometía ser el gran paso en tu vida, eres la abandonada en la ciudad del amor. La hoguera improvisada en la papelera arde bien con vuestros besos bajo la Torre Eiffel. Entonces, ¿qué sentido tiene continuar allí? Sé que desearías bajar corriendo, sin ni siquiera ponerte unos pantalones, y preguntárselo al paraguas inmóvil que sigue esperando en el centro de la plaza.

Tu faz impasible, esbozó una pequeña mueca en el momento en que, con la llegada de un nuevo repicar de las campanas, él inició la retirada. Sin cuento de hadas, ni perdices en la nevera, una lágrima resbaló por tu semblante hasta precipitarse al vacío. Tu primera lágrima en París que, al igual que se inició aquella tormenta, vino seguida de un mar sin fin de ellas.

 Aquella misma tarde miraste vuelos de vuelta a casa, sabiendo que la vida te había ganado el pulso.

Drizzt Beleren