Parece que el reloj, contagiado por el hastío de
esta tarde de domingo, se olvidó de girar. La lluvia, que no contempla la
opción de amainar, continúa con la húmeda monotonía, sin saber el significado
del antes ni del después. Rutina de un otoñal diciembre, que no supiste cómo
empezó y que parece no tener final.
Y caen las gotas sobre el cristal que separa la
maldad del mundo exterior de tu morada. El refugio ante el infinito decadente
permanece caliente, expectante ante los cientos de paraguas que allí abajo
vagan buscando un significado a sus vidas. Mientras, tú sigues ahí sentada,
esperando que aquel chico que espera sólo en la plaza desde antes de que tú
llegases, no ceda y el destino le recompense. Quizás aquella sombra borrosa
desde tu noveno piso lleve algo de ti. Tal vez, ese paraguas, más gris que este
cielo de París, sea la señal divina que llevas buscando en el techo de tu
pequeño apartamento las últimas semanas.
Y suenan las campanas de Notre Dame, ya por
quinta vez desde decidiste ser la consciencia de la ciudad, a través de tu
ventanal. Todas y cada una de aquellas personas enredan sus caminos sin ser
conscientes de sus pasos. En su mirar estará la más maravillosa de las
historias. Pero las grandes pantallas no ilustrarán sus vidas, ni los libros
narrarán sus sueños más locos. En esta ciudad, en la que todo parece transcurrir
en blanco y negro, observándose el cambio de fotograma, ruedan las miserias de
los pobres y las pesadillas de los ricos. Y tú, que decidiste robarle los
segundos a la tarde, oculta tras tu pequeño rincón, te encontraste con aquel
chico inmóvil que no desistía en que, quizás ella, aparecería.
Se podría inundar toda Francia pero, con esta
melodía de piano triste que parece tener este maldito país como banda sonora, él resistiría; y tú, le pedirías que lo hiciera. Porque necesitas un solo apoyo
en tu locura de vida. Uno solo.
No necesitas ninguna amiga que te recuerde que
tu corazón roto en París, es como un cuerdo en el mundo de los locos, para eso
ya estás tú; y las tardes de domingo. Lejos de todo y todos, en un viaje que
prometía ser el gran paso en tu vida, eres la abandonada en la ciudad del amor.
La hoguera improvisada en la papelera arde bien con vuestros besos bajo la
Torre Eiffel. Entonces, ¿qué sentido tiene continuar allí? Sé que desearías
bajar corriendo, sin ni siquiera ponerte unos pantalones, y preguntárselo al
paraguas inmóvil que sigue esperando en el centro de la plaza.
Tu faz impasible, esbozó una pequeña mueca en el
momento en que, con la llegada de un nuevo repicar de las campanas, él inició
la retirada. Sin cuento de hadas, ni perdices en la nevera, una lágrima resbaló
por tu semblante hasta precipitarse al vacío. Tu primera lágrima en París que,
al igual que se inició aquella tormenta, vino seguida de un mar sin fin de
ellas.
Aquella
misma tarde miraste vuelos de vuelta a casa, sabiendo que la vida te había
ganado el pulso.
Drizzt Beleren