domingo, 26 de febrero de 2017

La habitación


Cierro los ojos y dejo la mente en blanco. Me desprendo de mi cuerpo  y dejo a mi conciencia libre.

Entro en la habitación, está llena de cuadros. Reconozco cada una de las imágenes que cuelgan de las paredes blancas. Yo misma colgué cada una de esas  imágenes, cada una de ellas es un recuerdo. Me detengo delante de una de ellas, la observo  y sonrío. Sigo andando por la estancia, solamente una bombilla la ilumina creando un juego de luces  sombras, el cual me gusta imaginar que representa la vida. He tenido momentos felices  también tristes.

Aquí dentro están cada uno de mis logros, les puse marcos dorados muy ornamentados. También están mis fracasos, los cuales imprimí en grande,  más grande que cualquier otro recuerdo. Cada vez que perdí me hice más fuerte, por eso los fracasos son, para mí, más importantes que todos mis logros.

Una de las paredes esta resquebrajada y llena de humedad. En esta parte no llega bien la luz. Aquí están los momentos más duros que he tenido que soportar. Perdidas de personas, puntos de inflexión. Responsabilidades que pesan demasiado.  

También están mis sueños, mis anhelos. La mayoría son fantasías infantiles, los pilares de lo que soy ahora. Me detengo delante del cuadro más fascinante de toda la estancia, no es muy grande, pero es quizás el más importante de todos, el que explica quién soy. Es una imagen de un cielo estrellado. Mi fascinación por las estrellas me ha llevado a ser quien soy ahora. Cuando me siento sola me detengo a mirarlas, alzo mi vista hacia ellas, sabiendo que mi futuro está ahí arriba. Mis ojos siempre se posan en una parte minúscula del cuadro, ahí está, una  pequeña estrella, brilla poco, algo le bloquea. Sin embargo es la que me inspira a seguir, ella guía mi camino.

viernes, 24 de febrero de 2017

Este maldito frío

Poco a poco, empezó a despertar. Trató de resistirse, cerrando fuerte los ojos y haciendo un ovillo de su cuerpo, intentando combatir el frío. Todo fue en vano. Lenta e inexorablemente, como si pudiera suspenderse en su lenta caída hacia la realidad pero un peso le arrastrase, tomaba conciencia.

En aquel estado, ajena todavía a los problemas de la rutina, del día a día, del tiempo y, en fin, de la vida misma, estaba en paz. Sentía, con una certeza implacable, que mientras no abriese los ojos no existiría. Que su cuerpo y sus banalidades, desconocidas entonces e inertes en su ausencia, se perderían en el inagotable tiempo.

Tenía ante sí una gran decisión, ¿cedería al obstinado deseo de vivir, o se atrevería a postergar la serena placidez del olvido?, ¿conseguiría, mediante un inofensivo y despreocupado suicidio de la conciencia, el irreal bienestar que nos ansiamos imponer pero sólo podemos soñar?

Tal hamletiano dilema le permitió posponer la sentencia hasta que cada parte hubo desarrollado todo su discurso en aquel quimérico proceso. Mas cuando el introvertido soliloquio llegaba a su auge, extendiendo la idea de la existencia parcial en la propia vida, con porciones de ésta latentes, pero dormidos y, a objetos prácticos, inexistentes, despertó.

Con una vigorosa convulsión y una bocanada de aire, se estrelló contra la realidad. Recuerdos, sentimientos y demás cargante bagaje saturó su hasta entonces libre cerebro. Mientras lloraba lágrimas secas, intentaba rememorar y buscaba una manera de calcinar, u olvidar, ese maldito frío que no le deja.

M E L O

miércoles, 22 de febrero de 2017

La tiranía de los Buitres


    Los buitres llegaron hace casi diez años, aunque parece que hubiesen estado allí toda la vida. En realidad, creo que realmente es así como pasó; pero que no fuimos capaces de darnos cuenta hasta que realmente las evidencias cayeron por su propio peso. Y, con ellas, cayeron también normas morales y pilares fundamentales de nuestra educación.

Sería difícil explicar si, desde que los buitres se instalaron en lo más alto, las cosas han mejorado o empeorado; ellos se limitan a expresar que, éstos, son solo comparaciones. Y no existe la objetividad comparativa. Lo que sí sabemos con toda certeza es que los buitres son destructivos, jamás construirán nada de las ruinas, aunque sí nos permitan hacerlo a nosotros. La pregunta es, ¿alguien querría hacerlo tras ver de quién serán pasto los sueños?

Ellos solo exigen sus diezmos.

Con ellos cayeron los dioses, los igualaron uno a uno hasta hacerlos tan banales que se deshicieron con un simple soplo de la cordura. Tras ellos, hubo terremotos sobre toda la superficie, agrietando lo más profundos dogmas establecidos, dejando entrever las raíces de una sociedad corrompida. De allí abajo surgieron monstruos: fantasmas de un pasado que ya creímos vencido, demonios hasta ahora invisibles a nuestros ojos y dragones que avecinan futuros inciertos. Con ellos, hidras de cien cabezas inmortales se enroscaron a nosotros, susurrándonos si la verdad merecía tanto la pena. Los buitres no protegen todo aquello, simplemente es la consecuencia natural de los desastres provocados, al fin y al cabo, nunca defendieron un ideal; solo quisieron destruir cuantos teníamos.

Finalmente, la brújula del bien y del mal se volvió loca. A partir de entonces, la flecha siempre nos señaló a nosotros, recordando que no existe juicio supremo que determine una ética global. Ahora los buitres lo son todo y, lo peor, es que ellos no son nada. Los buitres tan solo me regalaron dos ojos. Uno con el que desaparecieron los cuentos que nos engañaron y otro con el que ver las verjas que no nos hacen ser libres.

Los buitres aniquilaron la ignorancia que nos hacía felices. Nos quitaron las perdices en los finales, las mitades a nuestras naranjas, las palabras a nuestros rezos, los cimientos a nuestra azotea, por la que ahora nos vemos caer; sabiendo que, al final, acabaremos siendo alimento para los buitres, porque decidieron desvelarnos que nada escapa a su voraz apetito carroñero.

Drizzt Beleren

jueves, 16 de febrero de 2017

El lado equivocado

Nevaba. Los copos de nieve caían con una lentitud casi exasperante, como si nunca quisieran tocar el suelo, como si desearan luchar por cada segundo de su efímera vida. El chico pensó que se parecían bastante a ellos. Y por ello, aunque fuera su frialdad la que los estaba matando, su tenacidad le hacía creer de alguna manera que aún había esperanza.
Lo único que rompía el blanco paisaje era una alambrada, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Alambre de espino se enroscaba en lo alto de ella como una malvada serpiente. La visión de la estructura le dio escalofríos. Con sorpresa, se dio cuenta de que había alguien al otro lado. Una chica. Envuelta en un pesado abrigo, contrastaba con él, que llevaba una fina chaqueta. A pesar de todo, no tenía frío. La chica miraba de lado a lado la intrincada estructura de alambre, con cara de desaprobación.  El se acercó lentamente, como si tuviera miedo de espantarla.
- No me gustan las alambradas. Siempre he creído que somos más fuertes juntos.
El chico oyó la voz de ella viniendo a través de la cortina de nieve. No se paró a cuestionarse por qué podía entenderla, a pesar de saber de sobras que la gente del otro lado no hablaba su idioma.
- A mí tampoco. Con eso ahí no podemos pasar, y tenemos que llegar a un lugar seguro. Un lugar cálido.
La chica asintió levente. Así que ella también le oía y le entendía.
- Hay gente que piensa que queréis robarles sus lugares seguros.
El chico ya había oído aquella estupidez antes y le molestó que ella lo mencionara.
- Nosotros jamás haríamos algo así.
La chica agitó la mano para apaciguarle.
- Ya sé que no. Solo quería intentar explicar por qué esa alambrada sigue ahí, por qué nadie la ha echado abajo todavía.
El chico cerró los ojos, con cansancio.
- ¿Y por qué no la has echado abajo tú?
La chica pareció sorprendida.
- No sé cómo hacerlo, no sé como derribar muros. No sé cómo podría hacerlo yo sola.
El chico suspiró.
- La gente como tú es todo lo que tenemos nosotros ahora.
La chica le miró desde el otro lado de las rejas y el chico pudo ver su desesperación reflejada en sus ojos. Ella se dio la vuelta y comenzó a correr, sin volver la vista atrás. 
Nevaba. Los copos de nieve se posaban con suavidad sobre ese chico que ya se había cansado de luchar. Se despertó, aterido de frío, la ropa espolvoreada de blanco. Instintivamente, recogió todo su pequeño cuerpo para intentar conservar el calor. Recordó el sueño y se preguntó si de verdad habría gente como aquella chica, o eso solo era lo que él quería creer. En realidad, daba igual. Seguía estando en el lado equivocado de la alambrada.

En el sueño, la chica volvía hacia la alambrada arrastrando una pesada cizalla que dejaba un surco tras ella en la nieve. Quería romper por fin aquel maldito muro. Pero cuando llegó, era demasiado tarde. Él ya no estaba. Los copos de nieve habían dejado de caer y ahora todos formaban parte del manto blanco que cubría la tierra. Habían desaparecido, y se había llevado al chico con ellos. 

lunes, 13 de febrero de 2017

Pequeña Halley


Abro los ojos en la oscuridad. El silencio me envuelve. Me levanto lentamente, ese sueño recurrente ha vuelto a despertarme. Dejo atrás el calor de mi cama y me dirijo hacia la terraza. Es una bonita noche de verano. Me siento en la penumbra, solamente la luna ilumina el contorno del pequeño pueblo. Las estrellas me saludan, yo les sonrió. Las echaba de menos, y por como brillan para mí, ellas a mí también.

Nadie más está despierto. A la luz de un cosmos expectante comienzo mi monólogo, ensayado, una y otra vez. Las estrellas me escucharan como cada noche. Tomo aire y comienzo a relatarles, una vez más, todo aquello que ruge en mi interior.

- Si, he vuelto a tener ese sueño, ese sueño en el que caigo en la oscuridad. Lo sé, parece común. Sin embargo, tardo en despertar, no es instantáneo. Caigo y caigo, no puedo frenar. Cuando por fin paro de caer me veo a mi misma con diez años. La mirada de esa niña es de decepción. Esa mirada tan profunda y triste duele. Caigo de rodillas y comienzo a llorar desesperadamente. Mi yo infantil se acerca a mí y me abraza. Me susurra que todo va ir bien, que de peores hemos salido. Que solo esta triste porque cree que me estoy rindiendo. Yo, le pregunto que si no le repugna la persona que somos ahora, ella niega, somos una gran persona, me dice. Solo tenemos una pésima suerte. No podemos rendirnos, no ahora, casi hemos logrado nuestro sueño. La pequeña Halley desaparece, vuelvo a caer en la oscuridad. Y entonces es cuando despierto. Todas las noches son iguales.

Se hace el silencio a mí alrededor, solo se escucha el eco lejano de mis palabras. Cada noche les cuento lo mismo a las estrellas, cada noche ellas callan. Sigo esperando una respuesta. Me siento en el suelo con las piernas cruzadas. Una estrella fugaz cruza el cielo y entonces lo entiendo, o creo entenderlo. Ella es quien me habla, ¿que quien es ella? Pues mi conciencia, está claro. Esa vocecita interior que esta para algo más que decirnos que está bien y que está mal. Sé que no debo rendirme, que debo seguir hacia adelante, que la vida no es lo que nos habían contado. Que ella es más dura de lo que parece y más cuando la suerte no te quiere ver ni en pintura…

miércoles, 8 de febrero de 2017

Justicia


La vida son operaciones matemáticas. Todos los sucesos que ocurren a nuestro alrededor no son más que consecuencias provocadas por diferentes variables; de modo que, si se tienen en cuenta todos los factores, se puede obtener un resultado con total precisión. Y esto es extrapolable a nuestro día a día. O, al menos, así es como pensaba él.

Su rutina era completamente impecable. Se levantaba a falta de cinco minutos para las ocho y, a continuación, tomaba una ducha de siete minutos y medio a, concretamente, 37ºC; tras tantos años de rutina ya no necesitaba del despertador para evitar que los hechos no sucediesen de esta forma. Más tarde ficharía en su trabajo a la hora exacta de entrada, las 9:00 AM, para salir a las 13:00; ni un minuto más, ni un minuto menos. Comería lo que dijese su propio calendario según el día de la semana, que ya habría cocinado el día anterior tras volver del trabajo.  Todo estaba previsto de forma totalmente meticulosa. Volvería a entrar a las 15:00 para acabar saliendo exactamente cuatro horas después. No había nada en su vida que pudiese dejar lugar a la improvisación.
¿La razón? Fácil. El futuro no era más que la consecuencia de una acumulación de variables infinitas, cada uno de nosotros éramos una de esas variables. Y, la principal de todas ellas que más peso tenía en aquella rocambolesca ecuación era uno mismo. Si controlaba al milímetro sus propios actos, la incertidumbre sería un factor del mundo exterior. Pero aquello no representaba ninguna dificultad contra el férreo control de su vida. Para ello tenía un plan B, C y D, hasta completar el alfabeto latino, griego y cirílico. En función de que el resto del mundo, en su intento de buscar una felicidad de una vida que ya nació muerta, decidiese actuar de una forma imprevista u otra, el actuaría en consecuencia. Nada le podía pillar de sorpresa. Todo eran algoritmos que él se encargaría de responder.

A ojos de cualquiera sería un simple loco con un trastorno obsesivo-compulsivo de manual. Pero uno de esos manuales que deben encerrarse en un armario acolchado con llave y tirar la llave al océano atada a una piedra para que ni siquiera un reportaje de algún canal de pago pseudocientífico pudiese encontrarlo. El problema llega cuando este personaje es el matemático más importante del país. Esto seguiría pareciendo inofensivo si no fuese porque trabaja en un proyecto de colaboración con los servicios de inteligencia del país.
Porque si el futuro no era más que un conjunto de ecuaciones, para él, la justicia y sus dictámenes eran simples algoritmos a aplicar. Un ordenador que fuese acatando las leyes en función de respuestas positivas o negativas. Así no quedaba margen para el error humano. Amaba esa máquina, al menos era lo más parecido al amor que había sentido nunca. Odiaba su propia sociedad, sin capacidad moral, que actúa sin conciencia alguna; como simples animales.

Aquella mañana tuvo que admitir que se despertó un par de minutos antes, estaba nervioso, la máquina estaba terminada y hoy realizarían la primera prueba oficial. El mundo juzgaría el bien y el mal, algo que él sabía discernir por completo.

Rodrigo Fuentes, de 27 años, doctor en matemáticas, fue hallado la mañana siguiente muerto en su pequeño apartamento con una soga al cuello. La máquina funcionaba y determinó que él era un peligro para la sociedad.

Drizzt Beleren