Los personajes más
extraños poblaban en aquella noche la ciudad de Venecia, eran
representados con máscaras y majestuosos trajes que sobrepasaban la
imaginación. Caminar entre los venecianos era como pasear por un
sueño. Fuegos artificiales decoraban la noche del carnaval y las
góndolas, todas llenas, cruzaban a esos transeúntes disfrazados de
un punto a otro. Todo el mundo estaba como loco, podía escuchar esas
carcajadas saliendo de las máscaras más cerradas. Demasiados
antifaces, pelucas y plumas en el mismo sitio para mí ¿Quién se
escondería bajo aquellos fantasmas de la opera? Cada uno de nosotros
podíamos ser lo que quisiéramos solo por una vez, podíamos ser
cualquier cosa menos nosotros. Era divertido salir de la rutina por
una noche. Hacíamos realidad nuestra locura más secreta. De todos
modos, no era real. No iba en serio. No eras tú.
Alguien pasó por mi lado
empujándome y el perfume de su portador me resultó familiar. De su
portadora. La música emanaba de todas partes y ella siguió
haciéndose camino sin importar quien se llevara por delante. Tiró
su capa y su plumoso sombrero al agua y se quitó los tacones
abriendo la falda de su vestido de modo que dejaba ver sus piernas.
Empezó a saltar y a dar vueltas y vueltas como si fuera una niña de
cinco años, sin importar lo que los demás pensaran o dijeran de
ella.
Se dirigió hacia aquella
gran casa abierta de la que salía y entraba gente todo el tiempo. Y
yo la seguí. Seguí a esa loca que iba sola desafiando al mundo. O
borracha, muy probablemente. Pero si estaba borracha o colocada yo
quería que me diera un poco de lo que había probado. Siguió
subiendo peldaños ¿Es que ninguno de los pisos le parecía lo
suficientemente espectacular o es que buscaba a alguien? Me quité mi
antifaz porque había dejado de ser ese otro al que no conozco y
había vuelto a ser mi yo curioso. Yo, el que vino a Venecia desde
Tenerife solo para ir a la despedida de soltero de su mejor amigo,
Carlos, en los carnavales de Venecia y a la boda que se celebraría posteriormente. La joven paró en el último piso, tampoco había más
allá a donde ir, y salió al balcón extendiendo sus brazos y
saludando a los de abajo como si fuera la reina de la fiesta, la
reina de Venecia, la reina del mundo. Me puse a su lado sin decir nada.
-¡Por fin has
llegado!-exclamó. No sé si me sorprendió más que hablara español
o que me hablara como si me conociera de toda la vida. Pero no tuve
mucho tiempo para pensar en ello porque justo después se lanzó a
mis brazos y me besó como nunca me han vuelto a besar.
No sé si fue el misterio
de no saber quien era, el perfume o su locura, pero me dejé llevar
por un momento sujetándola y tocándola como si fuera mía. Al darme
cuenta paré y me disculpé. A lo que ella respondió con ese acento
italiano que me volvía loco:
-No te avergüences de
tus instintos, son la parte más sincera del ser humano.
Después se giró y se
marchó, pero antes de que se mezclara entre la gente, vi el tatuaje
de la clave de sol en su muñeca y entonces lo supe. Era, Livia, la
prometida de mi amigo. Ella misma me lo dijo cuando la conocí y me
habló de la fiesta. En los carnavales ella desaparecía al
ponerserse la máscara para ser la versión más libre de sí misma y, aunque fuera una idea que desorbitaba los límites de la razón,
lo cumplía como si fuera un vacío legal en su relación con Carlos,
como una cláusula que se permitía en el contrato de su vida para
poder seguir siendo ella misma el resto del año.
Alicia Salazar