lunes, 30 de mayo de 2016

Relatividad emocional

Una vez, y por la más enorme de las casualidades que tiene la física sideral, se produjo un suceso de esos que, cuanto menos, sería tachado de superchería por los más negacionistas. Puede que, el caprichoso espacio del universo se contorsionase hasta el límite que marca la propia flexibilidad de su infinidad, dando lugar a la más hermosa de las anomalías al conectar dos caminos completamente, hasta ahora, paralelos. Pues cuánto en común y similitud tienen las vidas que se trazan paralelas, provocando víctimas de las mismas incertidumbres, de modo que, se moldean a igual; y, a su vez, cuánta crueldad albergan en su geometría, pues jamás llegarán ni siquiera a rozar sus pensamientos, destinados a convivir en sendos mundos ajenos a su propio sentir.

Así fue como, conectando dos cables que hasta ahora la teoría había prohibido, llegó a flexionar el devenir de sus destinos, dándoles la oportunidad de elegir si caminar al borde del abismo. Fue él quien, más dado a la curiosidad, le dio por hurgar en el límite del horizonte, justo al caer la tarde, esperando poder arrancar unos rayos de sol para alumbrar la triste sombra que vestía durante los últimos meses. Allí, vio como sus dedos comenzaban a desfigurarse y temió por ello. Así que los apartó con violencia, pero fue mayor su intriga y decidió penetrar, en aquella extraña deformación, su mano izquierda (como mal menor); cualquiera aprende a cambiar el sentido de su escritura alcanzado el cuarto de edad. Entonces comprendió que podía adentrarse ahí sin ningún tipo de riesgo. Primero el brazo al completo, luego el pie y continuó hasta tener dentro la mitad zurda de su cuerpo para, antes de zambullirse por completo, murmurar una serie de incoherencias para auto-convencerse de que hacía lo correcto.

Fue un gran salto. El mayor salto de su vida, incluso contando aquella vez que alargó tanto un verso que resbaló hasta caer por un poema inacabado. Así fue como, Poética −aunque le gustaba que le llamasen Poe− cayó en un mundo que, aunque sabía desde el primer momento que no era el suyo, poseía todo tipo de características similares. Apenas
un par de detalles sin importancia aparecían como si realmente hubiese vivido allí sin haberse percatado de ellos. Ya se sabe, a veces depende del ángulo con el que se mire; y estos habían estado a 180º toda la vida. Así que anduvo durante un buen rato, o eso creyó él, hasta poder encontrar un sentido a toda esa caótica sucesión de acontecimientos. Pues, aunque nunca creyó en la brújula de un destino ya escrito, sí confiaba que de todas sus acciones debía sacar algo en claro (vaya desperdicio de experiencia si no…).

Tal vez fuese casualidad − ¿pero no son acaso las casualidades las que definen nuestras propias vidas y que, con tanta ingenuidad y osadía, desearíamos controlar? −, porque cuando justo comenzaba a saborear la idea de borrar todas aquellas huellas que con tanta ilusión le habían transportado hasta allí, vio brotar del camino el cuerpo de una mujer que, sin saber por qué, lo magnetizó hasta hacer inútiles sus ganas de huir. Delirium sonrío y, sin comprender tampoco muy bien el movimiento de sus piernas, se posó (sí, se posó) junto a aquel extraño ser, de quien también supo que venía de otro mundo. Aun con ello, no se asustó, ni siquiera le extrañó, a pesar de la retahíla de preguntas que su inconsciente iba bloqueando conforme llegaban. Simplemente ambos comenzaron a andar, y lo hicieron además en direcciones y sentidos idénticos, al igual que lo habían hecho sus mundos hasta entonces; una prueba quizás, de que en ocasiones todo fluye.

Anduvieron durante horas −pensó él−, hablaron durante semanas −pensó ella−.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Sol de Mediodía

     Día tras día de aquel eterno verano, abandonaba la aburrida y solitaria casa del pueblo para perderme por los caminos que se adentraban entre los maizales. Cada tarde parecía detenerse con el sol dominando el cielo despejado, y cada una de ellas se convertía en una oportunidad de hacer algo nuevo, por difícil que fuera. Frecuentemente, me quedaba debajo de algún árbol que me garantizase la suficiente sombra, y si además era un almendro, un nogal o incluso una higuera; conseguía retenerme hasta que el cielo dirigía amenazas de oscuridad. Otras veces, me salía del camino para adentrarme en los maizales y conseguir algunas mazorcas que no creo que nadie llegara a echar en falta.

     Recuerdo que los pocos días de ese verano en los que las nubes amenazaban tormenta me quedaba tumbado en mi cuarto o en el sofá del salón, mirando con recelo los nubarrones e intentando matar el tiempo de la mejor manera posible. Por suerte o por desgracia, según a quién le preguntes, fue un verano muy seco, y eso me permitió quedarme en la casa el menor tiempo posible. Me gustaba dar rienda suelta a mi vena exploradora, y alguna vez temí no poder encontrar el camino de vuelta a la seguridad del hogar. Sin embargo, por el mismo u otro camino, siempre acababa llegando a casa, aunque más de una vez llegué tarde a la cena y a la consecuente reprimenda.

     En estos trayectos, rara vez me encontraba con alguien, y cuando lo hacía la conversación raramente iba más allá de un saludo y poco más. Alguna vez me encontré a algún pastor que me bloqueó el paso con su rebaño de ovejas, que pasaba de manera lenta pero nerviosa, mirando de lado a lado, comiendo las escasas hierbas del camino y dejando pequeñas bolas negras en su lugar. Otras veces era gente yendo de algún lado a quién sabe dónde, ensimismada en sus propias razones para transitar en verano unos caminos así. Sólo una vez tuve una conversación agradable y no forzada, de estas que endulzan todo el rato que se llegan a alargar.

     Fue una chica de mi edad que me sorprendió medio dormido debajo de un almendro. Supongo que mi postura debía de ser cómica pues fue su risa la que me sacó de la ensoñación, la cual se acrecentó cuando mi torpe sobresalto me hizo golpear la frente con una rama del árbol que me cobijaba. Resultó ser la hija de un granjero de las cercanías, la cual gastaba sus tardes de la misma manera que yo. La conversación se fue animando y acabó enseñándome los lugares en los que le gustaba pasar la tarde y los grandes campos de su padre, y yo acabé haciendo lo mismo con los míos y la vieja casa en la que acostumbraba a descansar. Fue la tarde que más rápido pasó de todo el verano, por mucho que deseé que fuera la más larga. Acabamos comiendo almendras en mi sitio preferido, riendo de cualquier tontería que se nos pasara por la cabeza. Cuando empezó a hacerse tarde, me acompañó a mi casa, ya que estaba más cerca, y por el camino nos repartimos las almendras que no acertamos a comer entre tanta palabrería. Fue una despedida sencilla, sin planes para un mañana u otro día. Un abrazo, un hasta otra y una bonita sonrisa. Creo que los dos intuíamos que no habría una segunda vez. Semanas después yo ya estaba en la ciudad, a punto de retomar la rutina.

     Cada vez que recuerdo ese verano se me asemeja a un espejismo, un oasis en mitad de mi vida. Por ello aún guardo la última almendra que nos repartimos y el recuerdo de su sonrisa. No alcanzo a recordar si me dijo su nombre, pero si lo hizo, nada cambiaría. Fue lo que fue, un sueño de una siesta de mediodía.

Melo

jueves, 12 de mayo de 2016

La chica del espejo

Me atreví, por fin, a mirar a esos ojos que me observaban y realmente me intimidaron. Esa chica que había en el espejo cada vez que pasaba por delante parecía que me esperaba, como para decirme algo, como si quisiera darme una llamada de atención. Ella tenía los ojos tristes pero, sobre todo, esos ojos tenían miedo. Miedo a tener que tomar esas decisiones difíciles, miedo a un futuro incierto, miedo a volar sola, miedo así misma.

Dicen que los ojos son el espejo del alma. Realmente no tengo ni idea, lo único que sé es que cada vez que miro a esos pequeños ojos oscuros es como cuando mi padre me dice todo lo que no quiero oír, la verdad. No es fácil enfrentarse a una misma. No es sencillo encontrarse con los propios miedos.

Sin saber si quiera por qué, me di cuenta de que los tenía llorosos y me retiré esa sensación de humedad en la mirada convertida en lágrimas con la mano. Acto después, como si una fuerza se apoderara de mi, sentí la necesidad de acariciar a ese ser inconsciente de mi que se esconde en el espejo. Cuando toqué el cristal, instantáneamente ella me succionó hacia dentro y salió de su prisión. Dio el cambiazo en menos tiempo de lo que me cuesta pestañear.

Recuerdo haber estado atrapada entre aquellos milímetros por los que se componía el cristal. Recuerdo gritar sin ser escuchada, patalear hasta que casi romper mis nudillos sin obtener ninguna atención de afuera y, sobre todo, esa sensación claustrofóbica de estar ahogándome. Pero ella no volvió y sin ella delante de mi nadie era capaz de verme.

Así que allí estaba, yo sola en el universo que había reservado para enterrar mis temores. Vi muchas cosas mientras ella no estaba. Vi todas esas posibilidades que había pensado en las que podría estar viviendo dentro de cinco años, vi ese fracaso de los proyectos actuales con los que tengo convivir mientras estoy luchando para lograr mis metas (las cercanas y las probabilidades del mañana), vi el rechazo de los ojos que me hipnotizan sin mi permiso y las miradas de decepción de mis más queridos, me vi a mi sin sueños ni magia ni chispa. Y no me gustó. Pero también encontré otras cosas que siempre me han impulsado a seguir adelante y que me animan ahora para salir de esta cárcel de mis pesadillas. Encontré esperanza y me encontré a mi misma. A esa persona imperfecta que junto a sus defectos también tenía sus virtudes, aquellos recuerdos y acciones que me habían hecho tal y como soy y fortaleza, aquella que siempre me ha sacado del apuro. Y me aferré a ello.

Me di cuenta que no solo podía ver a la usurpadora a través del espejo. También la veía cuando me reflejaba en cristales de escaparates o ventanas, en las gotas o charcos de la lluvia. Pensé que si ella pudo salir y encerrarme aquí yo también podría hacer lo mismo, aunque no fuera mediante al vía del espejo puesto que ella ya sabía bien que no debía tocarlo.


Un día mi otro yo oscuro fue a la playa con mi familia. Conociéndome bien sería la primera en pisar la playa y así fue. Cuando el agua le llegó a las rodillas y yo, mi verdadero yo, quedó reflejado en el agua. Ahora que me sentía fuerte, más fuerte incluso que ella, concienciada de que podía hacerlo y sin inseguridades, le agarré de las piernas zambulléndola y tras una pelea confusa dentro del mar, la que volvió a salir agua fui yo. La gané sabiendo que no se atrevería a volver a tocarme un pelo, sabiendo que no se atrevería de nuevo a enfrentarse a mí o intentar escapar de nuevo. No al menos mientras me mantuviera así. Segura de mí misma. Invulnerable.

Alicia Salazar

viernes, 6 de mayo de 2016

ARTE

El rasgar del pincel contra el lienzo hacía de banda sonora para aquella escena en la que el guion era la menor de las preocupaciones. La cálida luz que entraba por las vidrieras sobrecargadas de vetas de frustración, creaba en aquella sala un juego de sombras y color que ningún anhelo habría podido rogar con tanta precisión. Mientras, los segundos se aceleraban hasta marcar un paso frenético y autoritario en el interior de su pecho. Sin embargo, sus manos seguían secas y emitiendo los nítidos trazados de aquel cuerpo.
A pesar de que aquel retrato estaba alcanzando su fin, la confusión del pintor no iba suavizándose; sino que el propio encargo que aquella mujer le había realizado todavía le impedía hilar sus pensamientos, y más con aquella dulce mirada clavándose en los andamios de un alma en obras. Cuando terminó, exhausto, se sentó en su taburete tras firmar su obra e invitó a la modelo a ver el trabajo ya finalizado. Con el corazón hecho un cóctel de nerviosismo y esperanza, aguardó el juicio de aquella mujer de rojizos cabellos que sonreía mientras observaba el cuadro terminado. Sin embargo, aquella espera se prolongó más de lo que hubiese podido prever. Asustado ante aquel silencio eterno que reinaba en su estudio miró su rostro y, contrariado, descubrió que este se iluminaba con la sonrisa más pura que jamás había visto; tanto, que sintió el deseo irrefrenable de volver a grabar esa imagen sobre el blanco y agarrar aquel trocito de tiempo, egoístamente, para él. Pero, al volver a observar aquel reflejo que ella admiraba hasta el punto de parecer un caprichoso espejo que tan solo devuelve la bondad de un rayo de sol, descubrió que en aquel trabajo había quedado completamente desnudo, entregando en la mezcla de colores más de lo que, como ser humano, había dado nunca.
Se podía comprobar su fragilidad en el trazo del contorno, su miedo en el deseo de aquellos labios y, sobretodo, la convicción de su propio yo en la lontananza.

Cuan inesperado fue, cuando ella, sin tan apenas variar la felicidad que irradiaba su rostro, sacó una navaja de su bolsillo y, con el brillo del frío acero rasgó aquel milagro de la pintura hasta hacerlo trizas; retales indescifrables de gloria. El grito ahogado del pintor enmudeció al propio silencio que no pudo propagar ningún sonido a causa del shock.
Cuando ya, siendo víctima de la incomprensión −más que de la indignación− se atrevió a preguntar por aquel acto, vio que de sus ojos se volcaban dos lágrimas suicidas que no conseguían borrar la perfecta sonrisa de su faz. Ella tomó la iniciativa negando cualquier esperanza por reclamar alguna explicación.

− ¡Qué crueldad la de tus manos! Capaces de grabar, no solo la imagen como si fueses capaz de fotografiar con tu pincel, sino también los sueños que porta mi alma. Un alma caduca que te has atrevido a inmortalizar, haciendo de mi mirada un perenne ideal−.
>> Nos empeñamos −prosiguió mientras sus pasos daban la vuelta hacia uno de los grandes ventanales− a querer guardar en la eternidad el recuerdo de una felicidad que no existe en el tiempo. ¿Acaso podemos cuantificar en segundos ese golpe de calor que rebosa el pecho y, tan solo, nos permite suspirar? Ansiamos felicidad, pero esta llega como un tornado de polvo que, pese a sentir brevemente su presencia, jamás podríamos atrapar ni tan solo una mota−.
>> Me asusta −reanudando su soliloquio con la voz quebrada−, jamás un demonio persiguió mis días como el demiurgo del tiempo que, al igual que la felicidad tratamos de detener, como si de una ráfaga se tratase; para retener las ganas de vivir, que tanto nos faltarán algún día. Por eso, el arte, debe ser efímero, como lo son nuestras vidas. Y que, al llenarnos de él, pase al olvido; a los recuerdos. Como aquel beso que dimos, como aquel llanto que no conseguimos esconder, como la lluvia que no nos importó que empapase nuestro cabello−.
Se levantó de nuevo del alfeizar donde reposaba y marchó decidida dejando un sobre en una vieja mesita con los honorarios, para partir no sin antes dar un cálido beso en la mejilla del atónito artista.

Drizzt Beleren