Todos escribimos nuestro propio libro. Cuando nacemos las
hojas están en blanco, y tiene ese olor que tanto nos gusta a los amantes de
los libros de papel, ese olor a tinta y papel nuevo. Conforme la vida avanza
también lo hacen las páginas escritas, el papel deja de ser blanco impoluto y
va adquiriendo un color amarillento y ese olor a recuerdos y experiencia.
Recuerdo el día en el que empecé a escribir mi primera
historia de amor, recuerdo como todo era mágico, como las palabras salían directamente
del corazón para plasmarse en mi libro y en el suyo. Recuerdo como escribíamos
en ambos libros, nuestra historia era común.
Recuerdo mejor el día que todo acabó. Recuerdo como arranco
las hojas que hablaban de nosotros en su libro, hizo una bola con ellas y la
tiro al suelo. Yo, amante de las historias trágicas, me quede ahí, releyendo
una y otra vez las mismas palabras, atesorando la que fue nuestra historia. Me
quede sentada junto a aquella maraña de papel que el tiro al suelo, confiaba en
que volviera a buscar las palabras que juntos habíamos escrito y pos pedazos
que quedaban de mi. No me moví por miedo a que no me encontrara.
La vida pasaba y seguía allí, me había decidido a no vivir
hasta que el volviera. Las hojas empezaron a ponerse negras y algunas se caían,
el libro moría y yo con él. Este fue el mayor error que cometí en mi vida. Un
día mientras releía las palabras que conocía de memoria, descubrí que ya no reconocía
a los protagonistas, que yo no era esa chica y el chico que yo recordaba solo
existía en la memoria. Supe entonces que debía ponerme en marcha. Dejar aquel
lugar. Volví a vivir. Sin embargo me lleve las hojas de papel que él había
arrancado.
Y de repente apareciste. Nuestros ojos se conocían de antes,
en mi libro ya aparecías, no se la pagina exacta en la que te escribí la
primera vez, pero ahí estabas desde hace tiempo. Viste en mi algo que nadie
había visto antes. También viste la bola de papel que llevaba a cuestas, viste
el peso y el dolor que había soportado demasiado tiempo. Arrancaste la bola y
me concediste la libertada cuando, sin yo esperarlo peor en el fondo desearlo,
me besaste. Llevándote en tus labios hasta la última gota de dolor.
Halley
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