Me atreví, por fin, a
mirar a esos ojos que me observaban y realmente me intimidaron. Esa
chica que había en el espejo cada vez que pasaba por delante parecía
que me esperaba, como para decirme algo, como si quisiera darme una
llamada de atención. Ella tenía los ojos tristes pero, sobre todo, esos
ojos tenían miedo. Miedo a tener que tomar esas decisiones
difíciles, miedo a un futuro incierto, miedo a volar sola, miedo así
misma.
Dicen que los ojos son el
espejo del alma. Realmente no tengo ni idea, lo único que sé es que
cada vez que miro a esos pequeños ojos oscuros es como cuando mi
padre me dice todo lo que no quiero oír, la verdad. No es fácil
enfrentarse a una misma. No es sencillo encontrarse con los propios
miedos.
Sin saber si quiera por
qué, me di cuenta de que los tenía llorosos y me retiré esa
sensación de humedad en la mirada convertida en lágrimas con la
mano. Acto después, como si una fuerza se apoderara de mi, sentí la
necesidad de acariciar a ese ser inconsciente de mi que se esconde en
el espejo. Cuando toqué el cristal, instantáneamente ella me
succionó hacia dentro y salió de su prisión. Dio el cambiazo en
menos tiempo de lo que me cuesta pestañear.
Recuerdo haber estado
atrapada entre aquellos milímetros por los que se componía el
cristal. Recuerdo gritar sin ser escuchada, patalear hasta que casi
romper mis nudillos sin obtener ninguna atención de afuera y, sobre
todo, esa sensación claustrofóbica de estar ahogándome. Pero ella
no volvió y sin ella delante de mi nadie era capaz de verme.
Así que allí estaba, yo
sola en el universo que había reservado para enterrar mis temores.
Vi muchas cosas mientras ella no estaba. Vi todas esas posibilidades
que había pensado en las que podría estar viviendo dentro de cinco
años, vi ese fracaso de los proyectos actuales con los que tengo
convivir mientras estoy luchando para lograr mis metas (las cercanas
y las probabilidades del mañana), vi el rechazo de los ojos que me
hipnotizan sin mi permiso y las miradas de decepción de mis más
queridos, me vi a mi sin sueños ni magia ni chispa. Y no me gustó.
Pero también encontré otras cosas que siempre me han impulsado a
seguir adelante y que me animan ahora para salir de esta cárcel de
mis pesadillas. Encontré esperanza y me encontré a mi misma. A esa
persona imperfecta que junto a sus defectos también tenía sus
virtudes, aquellos recuerdos y acciones que me habían hecho tal y
como soy y fortaleza, aquella que siempre me ha sacado del apuro. Y
me aferré a ello.
Me di cuenta que no solo
podía ver a la usurpadora a través del espejo. También la veía
cuando me reflejaba en cristales de escaparates o ventanas, en las
gotas o charcos de la lluvia. Pensé que si ella pudo salir y
encerrarme aquí yo también podría hacer lo mismo, aunque no fuera
mediante al vía del espejo puesto que ella ya sabía bien que no
debía tocarlo.
Un día mi otro yo oscuro fue a
la playa con mi familia. Conociéndome bien sería la primera en
pisar la playa y así fue. Cuando el agua le llegó a las rodillas y
yo, mi verdadero yo, quedó reflejado en el agua. Ahora que me sentía
fuerte, más fuerte incluso que ella, concienciada de que podía
hacerlo y sin inseguridades, le agarré de las piernas zambulléndola
y tras una pelea confusa dentro del mar, la que volvió a salir agua
fui yo. La gané sabiendo que no se atrevería a volver a tocarme un
pelo, sabiendo que no se atrevería de nuevo a enfrentarse a mí o
intentar escapar de nuevo. No al menos mientras me mantuviera así.
Segura de mí misma. Invulnerable.
Alicia Salazar
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