viernes, 6 de mayo de 2016

ARTE

El rasgar del pincel contra el lienzo hacía de banda sonora para aquella escena en la que el guion era la menor de las preocupaciones. La cálida luz que entraba por las vidrieras sobrecargadas de vetas de frustración, creaba en aquella sala un juego de sombras y color que ningún anhelo habría podido rogar con tanta precisión. Mientras, los segundos se aceleraban hasta marcar un paso frenético y autoritario en el interior de su pecho. Sin embargo, sus manos seguían secas y emitiendo los nítidos trazados de aquel cuerpo.
A pesar de que aquel retrato estaba alcanzando su fin, la confusión del pintor no iba suavizándose; sino que el propio encargo que aquella mujer le había realizado todavía le impedía hilar sus pensamientos, y más con aquella dulce mirada clavándose en los andamios de un alma en obras. Cuando terminó, exhausto, se sentó en su taburete tras firmar su obra e invitó a la modelo a ver el trabajo ya finalizado. Con el corazón hecho un cóctel de nerviosismo y esperanza, aguardó el juicio de aquella mujer de rojizos cabellos que sonreía mientras observaba el cuadro terminado. Sin embargo, aquella espera se prolongó más de lo que hubiese podido prever. Asustado ante aquel silencio eterno que reinaba en su estudio miró su rostro y, contrariado, descubrió que este se iluminaba con la sonrisa más pura que jamás había visto; tanto, que sintió el deseo irrefrenable de volver a grabar esa imagen sobre el blanco y agarrar aquel trocito de tiempo, egoístamente, para él. Pero, al volver a observar aquel reflejo que ella admiraba hasta el punto de parecer un caprichoso espejo que tan solo devuelve la bondad de un rayo de sol, descubrió que en aquel trabajo había quedado completamente desnudo, entregando en la mezcla de colores más de lo que, como ser humano, había dado nunca.
Se podía comprobar su fragilidad en el trazo del contorno, su miedo en el deseo de aquellos labios y, sobretodo, la convicción de su propio yo en la lontananza.

Cuan inesperado fue, cuando ella, sin tan apenas variar la felicidad que irradiaba su rostro, sacó una navaja de su bolsillo y, con el brillo del frío acero rasgó aquel milagro de la pintura hasta hacerlo trizas; retales indescifrables de gloria. El grito ahogado del pintor enmudeció al propio silencio que no pudo propagar ningún sonido a causa del shock.
Cuando ya, siendo víctima de la incomprensión −más que de la indignación− se atrevió a preguntar por aquel acto, vio que de sus ojos se volcaban dos lágrimas suicidas que no conseguían borrar la perfecta sonrisa de su faz. Ella tomó la iniciativa negando cualquier esperanza por reclamar alguna explicación.

− ¡Qué crueldad la de tus manos! Capaces de grabar, no solo la imagen como si fueses capaz de fotografiar con tu pincel, sino también los sueños que porta mi alma. Un alma caduca que te has atrevido a inmortalizar, haciendo de mi mirada un perenne ideal−.
>> Nos empeñamos −prosiguió mientras sus pasos daban la vuelta hacia uno de los grandes ventanales− a querer guardar en la eternidad el recuerdo de una felicidad que no existe en el tiempo. ¿Acaso podemos cuantificar en segundos ese golpe de calor que rebosa el pecho y, tan solo, nos permite suspirar? Ansiamos felicidad, pero esta llega como un tornado de polvo que, pese a sentir brevemente su presencia, jamás podríamos atrapar ni tan solo una mota−.
>> Me asusta −reanudando su soliloquio con la voz quebrada−, jamás un demonio persiguió mis días como el demiurgo del tiempo que, al igual que la felicidad tratamos de detener, como si de una ráfaga se tratase; para retener las ganas de vivir, que tanto nos faltarán algún día. Por eso, el arte, debe ser efímero, como lo son nuestras vidas. Y que, al llenarnos de él, pase al olvido; a los recuerdos. Como aquel beso que dimos, como aquel llanto que no conseguimos esconder, como la lluvia que no nos importó que empapase nuestro cabello−.
Se levantó de nuevo del alfeizar donde reposaba y marchó decidida dejando un sobre en una vieja mesita con los honorarios, para partir no sin antes dar un cálido beso en la mejilla del atónito artista.

Drizzt Beleren

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