miércoles, 18 de mayo de 2016

Sol de Mediodía

     Día tras día de aquel eterno verano, abandonaba la aburrida y solitaria casa del pueblo para perderme por los caminos que se adentraban entre los maizales. Cada tarde parecía detenerse con el sol dominando el cielo despejado, y cada una de ellas se convertía en una oportunidad de hacer algo nuevo, por difícil que fuera. Frecuentemente, me quedaba debajo de algún árbol que me garantizase la suficiente sombra, y si además era un almendro, un nogal o incluso una higuera; conseguía retenerme hasta que el cielo dirigía amenazas de oscuridad. Otras veces, me salía del camino para adentrarme en los maizales y conseguir algunas mazorcas que no creo que nadie llegara a echar en falta.

     Recuerdo que los pocos días de ese verano en los que las nubes amenazaban tormenta me quedaba tumbado en mi cuarto o en el sofá del salón, mirando con recelo los nubarrones e intentando matar el tiempo de la mejor manera posible. Por suerte o por desgracia, según a quién le preguntes, fue un verano muy seco, y eso me permitió quedarme en la casa el menor tiempo posible. Me gustaba dar rienda suelta a mi vena exploradora, y alguna vez temí no poder encontrar el camino de vuelta a la seguridad del hogar. Sin embargo, por el mismo u otro camino, siempre acababa llegando a casa, aunque más de una vez llegué tarde a la cena y a la consecuente reprimenda.

     En estos trayectos, rara vez me encontraba con alguien, y cuando lo hacía la conversación raramente iba más allá de un saludo y poco más. Alguna vez me encontré a algún pastor que me bloqueó el paso con su rebaño de ovejas, que pasaba de manera lenta pero nerviosa, mirando de lado a lado, comiendo las escasas hierbas del camino y dejando pequeñas bolas negras en su lugar. Otras veces era gente yendo de algún lado a quién sabe dónde, ensimismada en sus propias razones para transitar en verano unos caminos así. Sólo una vez tuve una conversación agradable y no forzada, de estas que endulzan todo el rato que se llegan a alargar.

     Fue una chica de mi edad que me sorprendió medio dormido debajo de un almendro. Supongo que mi postura debía de ser cómica pues fue su risa la que me sacó de la ensoñación, la cual se acrecentó cuando mi torpe sobresalto me hizo golpear la frente con una rama del árbol que me cobijaba. Resultó ser la hija de un granjero de las cercanías, la cual gastaba sus tardes de la misma manera que yo. La conversación se fue animando y acabó enseñándome los lugares en los que le gustaba pasar la tarde y los grandes campos de su padre, y yo acabé haciendo lo mismo con los míos y la vieja casa en la que acostumbraba a descansar. Fue la tarde que más rápido pasó de todo el verano, por mucho que deseé que fuera la más larga. Acabamos comiendo almendras en mi sitio preferido, riendo de cualquier tontería que se nos pasara por la cabeza. Cuando empezó a hacerse tarde, me acompañó a mi casa, ya que estaba más cerca, y por el camino nos repartimos las almendras que no acertamos a comer entre tanta palabrería. Fue una despedida sencilla, sin planes para un mañana u otro día. Un abrazo, un hasta otra y una bonita sonrisa. Creo que los dos intuíamos que no habría una segunda vez. Semanas después yo ya estaba en la ciudad, a punto de retomar la rutina.

     Cada vez que recuerdo ese verano se me asemeja a un espejismo, un oasis en mitad de mi vida. Por ello aún guardo la última almendra que nos repartimos y el recuerdo de su sonrisa. No alcanzo a recordar si me dijo su nombre, pero si lo hizo, nada cambiaría. Fue lo que fue, un sueño de una siesta de mediodía.

Melo

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