Como cada noche, había gastado toda su fuerza de voluntad en
alejarse de aquel vaso y, como cada noche, había fallado. Hecha un ovillo
sentada en la cama lo sujeta con manos temblorosas.
Mira las profundidades del vaso y el ambarino whisky le
muestra con burla su reflejo. Oscuras ojeras, labios
agrietados, ojos enrojecidos. Nada que no supiera ya. En la imagen proyectada por el alcohol todo
parece menos real.
Desea meter todos sus recuerdos en ese vaso y hacerlos
desaparecer. Es perfectamente consciente de que no podrá hacerlos desaparecer
para siempre, pero con librarse de ellos por unas cuantas horas le basta.
Su sonrisa es amarga mientras se acaba el vaso lentamente, sintiendo
como cada gota va borrando sus recuerdos y su dolor.
El mundo se mueve, difuminándose a su alrededor. La cabeza
le duele un poco pero no le importa. Ingravidez. Le gusta esa sensación, la de
no pesar nada. De repente tropieza y cae al suelo.
Es liviana como una pluma, se levanta sin problemas. Ligero
dolor en la rodilla. Pero ella no siente nada, el dolor ha desaparecido por
completo. Y eso le encanta. Es exactamente lo que necesita.
Bar. Luces cegadoras. Música atronadora. Tequila. No sabe
donde está pero eso ha dejado de importarle hace rato. Otro bar. Más tequila. Canciones.
Bailes. Besos. Risas. Se permite sentir felicidad por un breve instante. Otro
bar. Soledad. Llanto. Negro.
La resaca y el dolor de rodilla reclaman su atención en
cuanto abre los ojos. Se da la vuelta y
el espejo le devuelve su mirada perdida. Comienza con su rutina para esa clase
de mañanas, empezando por lo fácil. Nombre. Edad. Trabajo. Anoche.
No recuerda nada, aunque tampoco quiere hacerlo. Suspira.
Cojea fuera de la cama en busca de agua y ve la botella que dejó a mitad en la
estantería al lado de sus libros. Se sirve otro vaso mientras piensa que ya se enfrentará
a sus recuerdos otro día.
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