No era la primera vez que ella volvía acariciando
el acelerador, casi sin apenas tocarlo, dejando que el coche se dejase llevar
por la marea de humo negro que impregnaba la ciudad. A ritmo suave, buscaba que
sus pensamientos se sumergiesen en esa densa lentitud que marcaba el tráfico,
evitando llegar a casa. Los problemas que se acumulaban ahí eran más de los que
cabrían en cualquier historia, más de los que cabían en su corazón. Tantos, que
no le permitían pensar. Su alarmante falta de velocidad era su pequeña forma de
huir, de evadirse, de llorar en soledad.
Quizás fuese porque la luz de su propio mundo
empezaba a apagarse o porque su canto se marchitaba, pero estaba dejando de ser
feliz. Qué duro era encontrar un amor que te apague el brillo de los ojos. ¿Por
qué no lograba sonreír si lo amaba con todas sus fuerzas?
Pero lo que más le alarmaba era ver cómo su rostro
se iluminaba al verla, notar los latidos de su corazón acelerarse y no evitar
sentirse culpable; homicidio prudente de un mundo que habían construido juntos
para quedarse ahí a vivir.
Y, una lágrima tras otra, se fueron volando las
hojas del calendario, barriendo los minutos de las vueltas a casa, hasta que
supo que no habría más regresos en silencio.
A la mañana siguiente, el coche aguardaba junto su
casa, él bajó y vio como ella, esta vez, no ocultaba su llanto.
Drizzt Beleren
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