La sangre se altera, las venas
comienzan a agitarse, el corazón se prepara para acelerar y... La respiración
se vuelve mareo, y el mareo genera confusión, pero entre todo el lío de
emociones, solo tienes una cosa clara. Huir.
Cada día se te daba mejor. Cuando
comenzabas a ahogarte y a marearte, a sentir que nada podría salir bien y que
lo mejor que te podía pasar era que te quedaras inconsciente, sabías que la
mejor opción era huir. Huir de las inseguridades, de los temores, de las dudas
que acechaban en cada esquina de novedades. Con el tiempo aprendiste que si un
cuerpo se habitúa a eso, es más difícil acabar con ello.
Pero, un día, la racionalidad y la
incapacidad de disfrutar de él y de los demás te buscaron. Llamaron a tu puerta
en forma de vueltas de cabeza, de neuronas tratando de averiguar la mejor
fórmula para dejar de sufrir, de no ser tú, de que todo el mundo te mirara como
una loca niñata que no podía ni siquiera disfrutar de una noche de respiro.
Pero, las estrategias iban cayendo
como los naipes de una torre de cartas y entonces no te quedó más opción
que... parar. Parar era lo que te mareaba y lo que te hacía pensar
que no podrías seguir. Parar era de lo que huías y contra lo que te tenías que
enfrentar. Parar y reflexionar y sacar un tiempo para escuchar esas canciones
que antes te habrían dado la solución a ciertas decisiones sobre las que no te
atrevías ni a sentir.
El cuerpo no es sino un pequeño
sabio cabroncete que te manda, de vez en cuando, señales sobre cuál sería la
mejor opción de cambio, sobre cómo deberías reorientar tus sensaciones,
sentimientos o pensamientos. Se encuentra luchando entre los pulmones que te
dan la vida y el corazón que te la quita. Intenta hacerlo lo mejor que puede,
así que de vez en cuando está bien escucharle.
Neko
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