viernes, 28 de febrero de 2014

Cuerpos dormidos



Son las doce y veintitrés. Me gustaría dormirme, de verdad, pero no puedo. Mejor dicho, no me dejan. Ella solo escribe con el ordenador porque así se ahorra transcribirlo, dice. A mí me parece que la verdadera razón es que el boli (como yo) es incapaz de seguir la velocidad de sus pensamientos. Ideas arriba y abajo, interconectadas, tripuladas por una imaginación que se desborda, por un genio galopante.


Al final, lo consigo. Ella se retira el pelo para dormir. Me repite que, si no, le molesta. Se apaga la luz del monitor. Me da un beso y se duerme así, con su coleta y media cara sumergida en el mar de la almohada, más suya que mía. A veces, se mueve y me tira de la cama; a veces, grita en sueños y me despierta. Otras, me deja dormir, ajena a todo.


Ajena porque no lo sabe, pero cuando cierra los ojos y deja de verse, toda ella cambia. Esos pelillos del entrecejo que lleva días queriéndose quitar desaparecen y, en su lugar, florece una llanura en la que reinan sus pestañas. Todas las noches despiertan las pecas de su espalda y hacen carreras contra mis dedos. Mientras sueña, ese sarpullido que le ha salido forma una constelación y entiendo por qué soy capricornio. Con cada respiración, los restos de maquillaje rinden culto a sus puntas abiertas.


Es por la noche cuando su cuerpo se revela en una anarquía casi orquestada, cuando sus cicatrices juegan a ser tatuajes. Es entonces cuando intento acercarme a ella y, desde hace un par de años, es entonces cuando ella se despierta.

                                                                                     Y yo también.



Djalí

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