Son las doce y veintitrés. Me gustaría dormirme, de verdad,
pero no puedo. Mejor dicho, no me dejan. Ella solo escribe con el ordenador
porque así se ahorra transcribirlo, dice. A mí me parece que la verdadera razón
es que el boli (como yo) es incapaz de seguir la velocidad de sus pensamientos.
Ideas arriba y abajo, interconectadas, tripuladas por una imaginación que se
desborda, por un genio galopante.
Al final, lo consigo. Ella se retira el pelo para dormir. Me
repite que, si no, le molesta. Se apaga la luz del monitor. Me da un beso y se
duerme así, con su coleta y media cara sumergida en el mar de la almohada, más
suya que mía. A veces, se mueve y me tira de la cama; a veces, grita en sueños
y me despierta. Otras, me deja dormir, ajena a todo.
Ajena porque no lo sabe, pero cuando cierra los ojos y deja
de verse, toda ella cambia. Esos pelillos del entrecejo que lleva días
queriéndose quitar desaparecen y, en su lugar, florece una llanura en la que
reinan sus pestañas. Todas las noches despiertan las pecas de su espalda y
hacen carreras contra mis dedos. Mientras sueña, ese sarpullido que le ha
salido forma una constelación y entiendo por qué soy capricornio. Con cada
respiración, los restos de maquillaje rinden culto a sus puntas abiertas.
Es por la noche cuando su cuerpo se revela en una anarquía casi
orquestada, cuando sus cicatrices juegan a ser tatuajes. Es entonces cuando
intento acercarme a ella y, desde hace un par de años, es entonces cuando ella se
despierta.
Y
yo también.
Djalí
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