La noche comienza a caer en la depresión que dejan
atrás las estrellas, heridas abiertas de las brasas del día. Tan reales y, a su
vez, tan infinitas casi consigo alcanzarlas con las yemas de mis dedos para,
así, comprobar su existencia; pues soy el incrédulo que necesitó dinamitar
parte de sus lágrimas para saber si no eran un espejismo que nos hacía más
vulnerables. Sin embargo, de experimentos con mi insomnio descubrí que no somos
más que el verso mal rimado de un aburrido poeta, que tan pronto emborronará
nuestras vidas a su antojo, para hacer de nuestros días una eterna lluvia que
haga escocer las llagas que brillan solitarias en el firmamento.
Rebusco entre las hojas de ese calendario, que con
trivialidad acabó en el pozo del ayer, dónde quedaron los planos para el golpe
de estado al sol, para así hacerme eterno en el bucle de mi propia memoria; qué
ingenuidad. Ahora, la gula que habita en mi corazón por la propia mañana, no es
más que el egoísmo de mis propios genes por la supervivencia. Es el miedo a
amar demasiado el aire que inunda mis pulmones, que caiga en la locura del
vivir, para −como de costumbre− acabar siendo poco más que un esqueleto
desechado como restos de combustible. Es el miedo a no saber aprender de las
despedidas en las que no me atreví a mirar a la cara del adiós.
Y cada pétalo que huye de la flor, cada amanecer
que se escapa a la espera, cada latido que se apaga es para mí el susurro del
reloj. Como si nos hubiesen contado el final de una pesadilla y, cada destello
de lucidez, fuese agonía y sudor ante el miedo a despertar. No hay frenos en
esta caída al espacio en la que la dirección de nuestros pasos a ciegas nos
llevará al mismo destino.
¿Merecen la pena la sonrisa del diablo que, ante
su ansiada libertad no consiguió más que el castigo de una eternidad que tanto
deseo hoy?
Asciende el sol, que no se resignó a su ocaso,
mientras mi respiración no sabe si podrá evitar que el insomnio vuelva a
devorarme otra noche…
Drizzt Beleren
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