miércoles, 8 de febrero de 2017

Justicia


La vida son operaciones matemáticas. Todos los sucesos que ocurren a nuestro alrededor no son más que consecuencias provocadas por diferentes variables; de modo que, si se tienen en cuenta todos los factores, se puede obtener un resultado con total precisión. Y esto es extrapolable a nuestro día a día. O, al menos, así es como pensaba él.

Su rutina era completamente impecable. Se levantaba a falta de cinco minutos para las ocho y, a continuación, tomaba una ducha de siete minutos y medio a, concretamente, 37ºC; tras tantos años de rutina ya no necesitaba del despertador para evitar que los hechos no sucediesen de esta forma. Más tarde ficharía en su trabajo a la hora exacta de entrada, las 9:00 AM, para salir a las 13:00; ni un minuto más, ni un minuto menos. Comería lo que dijese su propio calendario según el día de la semana, que ya habría cocinado el día anterior tras volver del trabajo.  Todo estaba previsto de forma totalmente meticulosa. Volvería a entrar a las 15:00 para acabar saliendo exactamente cuatro horas después. No había nada en su vida que pudiese dejar lugar a la improvisación.
¿La razón? Fácil. El futuro no era más que la consecuencia de una acumulación de variables infinitas, cada uno de nosotros éramos una de esas variables. Y, la principal de todas ellas que más peso tenía en aquella rocambolesca ecuación era uno mismo. Si controlaba al milímetro sus propios actos, la incertidumbre sería un factor del mundo exterior. Pero aquello no representaba ninguna dificultad contra el férreo control de su vida. Para ello tenía un plan B, C y D, hasta completar el alfabeto latino, griego y cirílico. En función de que el resto del mundo, en su intento de buscar una felicidad de una vida que ya nació muerta, decidiese actuar de una forma imprevista u otra, el actuaría en consecuencia. Nada le podía pillar de sorpresa. Todo eran algoritmos que él se encargaría de responder.

A ojos de cualquiera sería un simple loco con un trastorno obsesivo-compulsivo de manual. Pero uno de esos manuales que deben encerrarse en un armario acolchado con llave y tirar la llave al océano atada a una piedra para que ni siquiera un reportaje de algún canal de pago pseudocientífico pudiese encontrarlo. El problema llega cuando este personaje es el matemático más importante del país. Esto seguiría pareciendo inofensivo si no fuese porque trabaja en un proyecto de colaboración con los servicios de inteligencia del país.
Porque si el futuro no era más que un conjunto de ecuaciones, para él, la justicia y sus dictámenes eran simples algoritmos a aplicar. Un ordenador que fuese acatando las leyes en función de respuestas positivas o negativas. Así no quedaba margen para el error humano. Amaba esa máquina, al menos era lo más parecido al amor que había sentido nunca. Odiaba su propia sociedad, sin capacidad moral, que actúa sin conciencia alguna; como simples animales.

Aquella mañana tuvo que admitir que se despertó un par de minutos antes, estaba nervioso, la máquina estaba terminada y hoy realizarían la primera prueba oficial. El mundo juzgaría el bien y el mal, algo que él sabía discernir por completo.

Rodrigo Fuentes, de 27 años, doctor en matemáticas, fue hallado la mañana siguiente muerto en su pequeño apartamento con una soga al cuello. La máquina funcionaba y determinó que él era un peligro para la sociedad.

Drizzt Beleren

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