La vida son operaciones matemáticas. Todos los
sucesos que ocurren a nuestro alrededor no son más que consecuencias provocadas
por diferentes variables; de modo que, si se tienen en cuenta todos los
factores, se puede obtener un resultado con total precisión. Y esto es
extrapolable a nuestro día a día. O, al menos, así es como pensaba él.
Su rutina era completamente impecable. Se
levantaba a falta de cinco minutos para las ocho y, a continuación, tomaba una
ducha de siete minutos y medio a, concretamente, 37ºC; tras tantos años de
rutina ya no necesitaba del despertador para evitar que los hechos no
sucediesen de esta forma. Más tarde ficharía en su trabajo a la hora exacta de
entrada, las 9:00 AM, para salir a las 13:00; ni un minuto más, ni un minuto
menos. Comería lo que dijese su propio calendario según el día de la semana,
que ya habría cocinado el día anterior tras volver del trabajo. Todo estaba previsto de forma totalmente
meticulosa. Volvería a entrar a las 15:00 para acabar saliendo exactamente
cuatro horas después. No había nada en su vida que pudiese dejar lugar a la
improvisación.
¿La razón? Fácil. El futuro no era más que la
consecuencia de una acumulación de variables infinitas, cada uno de nosotros
éramos una de esas variables. Y, la principal de todas ellas que más peso tenía
en aquella rocambolesca ecuación era uno mismo. Si controlaba al milímetro sus
propios actos, la incertidumbre sería un factor del mundo exterior. Pero
aquello no representaba ninguna dificultad contra el férreo control de su vida.
Para ello tenía un plan B, C y D, hasta completar el alfabeto latino, griego y
cirílico. En función de que el resto del mundo, en su intento de buscar una
felicidad de una vida que ya nació muerta, decidiese actuar de una forma
imprevista u otra, el actuaría en consecuencia. Nada le podía pillar de
sorpresa. Todo eran algoritmos que él se encargaría de responder.
A ojos de cualquiera sería un simple loco con un
trastorno obsesivo-compulsivo de manual. Pero uno de esos manuales que deben encerrarse
en un armario acolchado con llave y tirar la llave al océano atada a una piedra
para que ni siquiera un reportaje de algún canal de pago pseudocientífico
pudiese encontrarlo. El problema llega cuando este personaje es el matemático
más importante del país. Esto seguiría pareciendo inofensivo si no fuese porque
trabaja en un proyecto de colaboración con los servicios de inteligencia del
país.
Porque si el futuro no era más que un conjunto de
ecuaciones, para él, la justicia y sus dictámenes eran simples algoritmos a
aplicar. Un ordenador que fuese acatando las leyes en función de respuestas
positivas o negativas. Así no quedaba margen para el error humano. Amaba esa
máquina, al menos era lo más parecido al amor que había sentido nunca. Odiaba
su propia sociedad, sin capacidad moral, que actúa sin conciencia alguna; como
simples animales.
Aquella mañana tuvo que admitir que se despertó un
par de minutos antes, estaba nervioso, la máquina estaba terminada y hoy
realizarían la primera prueba oficial. El mundo juzgaría el bien y el mal, algo
que él sabía discernir por completo.
Rodrigo Fuentes, de 27 años, doctor en
matemáticas, fue hallado la mañana siguiente muerto en su pequeño apartamento
con una soga al cuello. La máquina funcionaba y determinó que él era un peligro
para la sociedad.
Drizzt Beleren
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