Nevaba. Los copos de nieve caían
con una lentitud casi exasperante, como si nunca quisieran tocar el suelo, como
si desearan luchar por cada segundo de su efímera vida. El chico pensó que se parecían
bastante a ellos. Y por ello, aunque fuera su frialdad la que los estaba
matando, su tenacidad le hacía creer de alguna manera que aún había esperanza.
Lo único que rompía el blanco paisaje
era una alambrada, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Alambre de
espino se enroscaba en lo alto de ella como una malvada serpiente. La visión de
la estructura le dio escalofríos. Con sorpresa, se dio cuenta de que había alguien
al otro lado. Una chica. Envuelta en un pesado abrigo, contrastaba con él, que
llevaba una fina chaqueta. A pesar de todo, no tenía frío. La chica miraba de
lado a lado la intrincada estructura de alambre, con cara de desaprobación. El se acercó lentamente, como si tuviera miedo
de espantarla.
- No me gustan las alambradas. Siempre he creído que somos más fuertes
juntos.
El chico oyó la voz de ella viniendo a través de la cortina
de nieve. No se paró a cuestionarse por qué podía entenderla, a pesar de saber
de sobras que la gente del otro lado no hablaba su idioma.
- A mí tampoco. Con eso ahí no podemos pasar, y tenemos que
llegar a un lugar seguro. Un lugar cálido.
La chica asintió levente. Así que ella también le oía y le entendía.
- Hay gente que piensa que queréis robarles sus lugares
seguros.
El chico ya había oído aquella estupidez antes y le molestó
que ella lo mencionara.
- Nosotros jamás haríamos algo así.
La chica agitó la mano para apaciguarle.
- Ya sé que no. Solo quería intentar explicar por qué esa
alambrada sigue ahí, por qué nadie la ha echado abajo todavía.
El chico cerró los ojos, con cansancio.
- ¿Y por qué no la has echado abajo tú?
La chica pareció sorprendida.
- No sé cómo hacerlo, no sé como derribar muros. No sé cómo
podría hacerlo yo sola.
El chico suspiró.
- La gente como tú es todo lo que tenemos nosotros ahora.
La chica le miró desde el otro
lado de las rejas y el chico pudo ver su desesperación reflejada en sus ojos. Ella se dio la vuelta y comenzó a correr, sin volver la vista atrás.
Nevaba. Los copos de nieve se
posaban con suavidad sobre ese chico que ya se había cansado de luchar. Se
despertó, aterido de frío, la ropa espolvoreada de blanco. Instintivamente,
recogió todo su pequeño cuerpo para intentar conservar el calor. Recordó el
sueño y se preguntó si de verdad habría gente como aquella chica, o eso solo
era lo que él quería creer. En realidad, daba igual. Seguía estando en el lado
equivocado de la alambrada.
En el sueño, la chica volvía hacia la alambrada arrastrando
una pesada cizalla que dejaba un surco tras ella en la nieve. Quería romper por
fin aquel maldito muro. Pero cuando llegó, era demasiado tarde. Él ya no estaba.
Los copos de nieve habían dejado de caer y ahora todos formaban parte del manto
blanco que cubría la tierra. Habían desaparecido, y se había llevado al chico
con ellos.
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