Nunca pudo olvidar la fascinación que sintió la primera vez
que encontró uno. Su padre se había dedicado a ello desde siempre, ya que con
su trabajo de ebanista no podía dar de comer a la familia, y por ello les
venían bien unos ingresos extra. Muchas veces se llevaba a ella y a su hermano
con él para que le ayudaran. Su hermano se quejaba continuamente de esa humedad
que calaba hasta los huesos, pero a ella no le importaba. Por eso, cuando su
padre murió, y las deudas los asfixiaron más que nunca, ella decidió continuar su
labor.
Todos los días, lloviese, nevase, o hiciese una niebla que
no le permitiera ver dos palmos más allá de sus narices, ella recorría el
camino hacia los acantilados. El tiempo nunca acompañaba. En Inglaterra no luce
mucho el Sol. A veces, cuando la lluvia arreciaba, había deslizamientos de
tierras. En uno de ellos, a duras penas logró evitar morir. Su perro, que la
había acompañado durante años en sus búsquedas, no tuvo tanta suerte.
A pesar del peligro que corría, ella iba cada marea a
extraer fósiles de los acantilados. Lo hacía con la mayor delicadeza del mundo,
sin dañarlos. Necesitaba arrebatarle a la historia aquellos pequeños pedacitos,
recuerdos de un mundo que había muerto hace mucho tiempo, y describirlos,
etiquetarlos, saber qué eran y qué hacían allí. Decían que lo que hacía se
llamaba ciencia, pero para ella era mucho más que eso. Para ella, eso era lo
que hacían en las universidades, y a ella ni le estaba permitido acceder a una.
Ella había aprendido de artículos prestados y, más que nada, de lo que ella
veía. Y no tenía rival.
Al principio su hermano la acompañaba, pero tras unos años
se convirtió en aprendiz de tapicero. Prefería trabajar en un lugar cubierto y
seco. Ella siguió, año tras año, día tras día. Consiguió ahorrar para comprar
una casa con un gran ventanal donde exponía y vendía sus descubrimientos. No la
hacía del todo feliz venderlos, pero de alguna manera había que comer. Sus
fósiles viajarían por todo el mundo, a casas, a museos e incluso a palacios. Y
allí, más gente los vería, y quizá los apreciarían como ella lo hacía. Eso la
consolaba un poco.
Todos los demás científicos admiraban su perseverancia y su
talento. Sabían que era la mejor en su campo y, a pesar de ello, muchos
utilizaron sus descubrimientos sin ni siquiera mencionarla. Por ser mujer. Por
ser pobre. Doblemente discriminada, sentía que el mundo se había aprovechado de
ella, ya que sabía perfectamente que sus descubrimientos valían tanto como los
de cualquier otro. Aún así, ella continúo buscando vestigios de la historia por
los acantilados, sin ayuda ni reconocimiento alguno. Y todo, por eso que llaman
ciencia.
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