martes, 13 de diciembre de 2016

Mary

Nunca pudo olvidar la fascinación que sintió la primera vez que encontró uno. Su padre se había dedicado a ello desde siempre, ya que con su trabajo de ebanista no podía dar de comer a la familia, y por ello les venían bien unos ingresos extra. Muchas veces se llevaba a ella y a su hermano con él para que le ayudaran. Su hermano se quejaba continuamente de esa humedad que calaba hasta los huesos, pero a ella no le importaba. Por eso, cuando su padre murió, y las deudas los asfixiaron más que nunca, ella decidió continuar su labor.

Todos los días, lloviese, nevase, o hiciese una niebla que no le permitiera ver dos palmos más allá de sus narices, ella recorría el camino hacia los acantilados. El tiempo nunca acompañaba. En Inglaterra no luce mucho el Sol. A veces, cuando la lluvia arreciaba, había deslizamientos de tierras. En uno de ellos, a duras penas logró evitar morir. Su perro, que la había acompañado durante años en sus búsquedas, no tuvo tanta suerte.

A pesar del peligro que corría, ella iba cada marea a extraer fósiles de los acantilados. Lo hacía con la mayor delicadeza del mundo, sin dañarlos. Necesitaba arrebatarle a la historia aquellos pequeños pedacitos, recuerdos de un mundo que había muerto hace mucho tiempo, y describirlos, etiquetarlos, saber qué eran y qué hacían allí. Decían que lo que hacía se llamaba ciencia, pero para ella era mucho más que eso. Para ella, eso era lo que hacían en las universidades, y a ella ni le estaba permitido acceder a una. Ella había aprendido de artículos prestados y, más que nada, de lo que ella veía. Y no tenía rival.

Al principio su hermano la acompañaba, pero tras unos años se convirtió en aprendiz de tapicero. Prefería trabajar en un lugar cubierto y seco. Ella siguió, año tras año, día tras día. Consiguió ahorrar para comprar una casa con un gran ventanal donde exponía y vendía sus descubrimientos. No la hacía del todo feliz venderlos, pero de alguna manera había que comer. Sus fósiles viajarían por todo el mundo, a casas, a museos e incluso a palacios. Y allí, más gente los vería, y quizá los apreciarían como ella lo hacía. Eso la consolaba un poco.


Todos los demás científicos admiraban su perseverancia y su talento. Sabían que era la mejor en su campo y, a pesar de ello, muchos utilizaron sus descubrimientos sin ni siquiera mencionarla. Por ser mujer. Por ser pobre. Doblemente discriminada, sentía que el mundo se había aprovechado de ella, ya que sabía perfectamente que sus descubrimientos valían tanto como los de cualquier otro. Aún así, ella continúo buscando vestigios de la historia por los acantilados, sin ayuda ni reconocimiento alguno. Y todo, por eso que llaman ciencia. 

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