Me abro paso entre el embrollo de ideas de mi cabeza. A
veces, tengo la paciencia necesaria para desenredar el nudo lentamente,
observando cada pensamiento; otras, simplemente lo corto por la mitad y uno los
pedazos inconexos, esperando que se haya salvado algo. Las ideas van y vienen y
se zafan de mi alcance como se escapa el agua entre las manos.
Aunque qué bonito es cuando se atrapa una, cuando cae en las
redes del pensamiento suavemente, sin peleas; cuando simplemente se entrega a
mí, contagiándome su deseo imperioso de ser escrita, de ser plasmada sobre el
papel, de no ser olvidada. Es entonces cuando siento ese vacío ardiente, el
vacío de las palabras no escritas, que debo llenar. Me pregunto para qué, si
todo esto tiene algún sentido más allá que el de llenar ese hueco. Pero aún así
sigo escribiendo, sin descanso, hasta que mi mano se pone azul y consigo darle
algo de sentido a ese vacío. Y supongo que de eso se trata.
De repente, el bolígrafo se detiene. La tinta deja de fluir
por las venas del papel, la historia ha llegado a su final y ya no necesita
sangre que la haga seguir avanzando. La hoja ya no habla, ha enmudecido, pero revivirá
y hablará cada vez que alguien la lea. Ahí queda el relato, terminado, aunque no
olvidado. Y así, la escritura no ha sido en vano, nunca lo es.
Hay recuerdos que me encantaría haber conservado,
sentimientos que me gustaría poder recordar, ideas que querría haber plasmado. Y
por eso escribo. Porque lo que está escrito no se pierde tan fácilmente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario