Tus ojos marcaban el
paso de la tristeza por nuestra historia, pero tus silencios eran los que
deshacían entre susurros nuestras promesas, los que hacían que cada día fuera
un poco menos gris y cada vez más negro. Y así, así fueron pasando los meses de
preguntas, de evidencias, de cuestionamientos.
Pero, supongo que lo
más triste de una historia no es su desenlace final, sino las muertes que van
pasando entre medias. Como esos personajes de los que te encariñas y acaban
cayendo desde una escoba a cien mil metros de altura. Lo dicho, eso es lo que más
duele, lo que más desangra.
¿Qué muertes pasaron
por nuestros corazones? Las que nos tomábamos por mano tú y yo en modo
venganza, en modo reproche. Nos encantaba. Era un juego sutil pero que nos
acabó quemando por dentro.
Tú te tomabas mi
felicidad por tu mano en la balanza desequilibrada desde que naciste de tu
justicia. Y jugabas con mis fuerzas, mis capacidades, te encantaba dejarme a la
altura del betún. Y así, seguías día y noche mientras planificabas la
siguiente. Tus silencios eran tu mayor venganza, y la indiferencia de quien
conoce su orgullo muy herido.
Yo, estupidísima de
ti, pronto caí en el juego y, aun noto algunas heridas abiertas que me hacen
hacer cosas solo por miedo a ofender a alguien, a un fantasma que no es él sino
tú. Estúpida de un juego en el que tú eras el dominante. Estúpida de una forma
de relación que no llevaba a ninguna parte.
Pero también, yo,
buenísima en el aprendizaje vicario, pronto aprendí a devolverte las venganzas.
A amenazarte por lo mismo por lo que tú no me dejabas disfrutar en paz de la
compañía de grandes personas. A acabar obligándote a lo mismo que tú me exigías
a mí y que yo tanto odiaba.
Y así, el círculo de
llamas, acabó extinguiendo nuestras verdades, nuestras promesas, nuestras
alegrías. Y así, acabamos haciendo coartadas contra el otro con tal de
conseguir besos, caricias o viajes. Solo por conseguir del otro algo que no
quería. Solo por seguir con este sucio juego. Esta estúpida forma de amarnos.
Esta infantil y enrevesada conquista del amor eterno que solo duró lo que
aguantó la cuerda de la paciencia.
No me odies. Sabes
que me encanta exagerar. Pero no me niegues que tus silencios no marcaron el
paso de esto, de nuestra historia de tiras y aflojas, de nuestras peticiones
absurdas y de exigir en el otro lo que nunca querríamos hacer por uno mismo.
Hazlo por mí. Era muy sutil pero muy malévolo a la vez. Y nos gustaba
demasiado.
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