Sobre sus ojos estaban todas sus ilusiones
materializadas. Poco a poco, él había ido tejiendo sus sueños con la receta
exacta, ahora comenzaba a vivir el puzle que día a día había ido montando. Caminaba,
pero no sabía dónde ponía sus pasos; creía ser lógico y racional, pero en su
corazón imperaba el desorden de la distancia del amor y algún retal de su
propia locura. Intentaba, antes de llegar, quitarse el caparazón que tantos
años lo protegió contra el exterior, dibujar su sonrisa más sincera y guardarse
en los bolsillos cada una de sus respiraciones, disfrutando del presente. Abrió
la puerta, comenzaba en aquel caluroso septiembre su nueva vida.
El sol reinaba en lo alto mientras ella seguía los pasos de
su sombra al compás de las notas que su cabeza no dejaba de cantar, la
seguridad se escondía entre el calor que el fresco octubre se había llevado en
un ráfaga de nerviosismo, sin embargo, no temblaba. Conforme ascendía las
escaleras era consciente de que su vida empezaba a bailar sobre las palabras de
un nuevo capítulo, un nuevo libro cuya portada era la menos mala del
escaparate; sabía que la lectura nunca había sido lo suyo. Abrió la puerta
sabiendo que el reloj volvió a traicionarla y sobre su cabeza voló la idea de
correr lejos, pero las manecillas del presente volvieron a golpear y abrió la
puerta ante las miradas de acusación. –No tiene por qué ir tan mal− pensó.
Meses después, y con el gélido febrero
abrazando sus mundos completamente diferentes, él rozaba con sus miedos la
respiración que ella creía inexistente, él pensó que su maltratado corazón
merecía una cura rápida e indolora. Y ella, ella no creía nada.
Su
deteriorada alma, esa que tantas veces había llorado bajo la luna llena, se
desangraba cada vez más rápido en versos de tinta sin rimar, y él sintió miedo,
otra vez. Comenzaba una partida de ajedrez, ese intento por completar la
fórmula que tanto tiempo llevaba buscando. Volvían a sonar en su interior las
canciones que le hacían ver la renacida primavera con el olor del mañana y con
el miedo del ahora.
Ella sonreía cuando la mañana le regalaba
un azul brillante y lloraba si el cielo se ennegrecía. Seguía a sus latidos,
allí donde fuesen, siempre tenían razón. Mientras, todo se le escapaba un poco
de las manos, jugaba a tirar la moneda al aire e improvisaba ante las sonrisas que
él planeaba. No creía en las casualidades, pero como si de un embarazo se
tratase, algo iba creciendo y alimentándose entre ellos. Lo que no sabía era si
lo deseaba.
Un recién nacido junio asistió a la batalla
final. Él se disponía a dar el jaque mate, y con él todas sus ilusiones, todos
sus sueños otra vez sobre el filo del cuchillo. Mucho que perder, pero todo por
ganar.
Ella tembló, esta vez sí. Su vida, que al
igual que su armario, nunca decidió ordenar, le había hecho tropezar y caer.
Necesitaba tomar una decisión urgente, sin tiempo para respirar una vez más,
sin excusas para aplazarlo otro día; sus labios se estaban acercando a ella.
Paró el tiempo y tan solo pidió un deseo: lanzar una moneda al aire.
Hubo SUERTE
y salió cara.
Drizzt
Beleren
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