Comí la última patata frita a la vez que pasaba la primera página. Al oír
el ruido de tacones por el pasillo supe con certeza tres cosas: que era ella,
que no iba a llamar a la puerta antes de entrar y que no se iría de esa
habitación sin sacarme de ella.
A mis 35, mi madre seguía siendo capaz de hacerme sentir como si tuviese
16. Domesticada por la fuerza de la costumbre, mi columna retorcida trató de
alinearse justo a tiempo. Giró el pomo de la puerta y entró, por supuesto, sin
preguntar si me apetecía verle la cara mientras mi chándal, mi remoño y yo
intentábamos con todas nuestras fuerzas componer una máscara de normalidad.
Mi treintena y yo seguíamos sin quedar exentas, por supuesto, del instinto
de mi madre (y por lo que tengo entendido, de todas). Avanzó hacia mí, se sentó
en mi cama y me dijo:
— Mira cariño, a mí me parece muy bien que hayas
venido a pasar unos días aquí para aclararte. Sé que las relaciones no son
fáciles, ya eres mayorcita y no pretendo decirte lo que tienes que hacer. Menos
ducharte, eso sí que ya es hora. Bueno, eso, que te he preparado algo de comer,
tu padre se ha ido a dar una vuelta y no te va a preguntar nada. Sal de aquí un
rato y hablamos.
Me sorprendió que no me tirase de las orejas directamente y me sacase de
ahí, no estaba acostumbrada a que mi madre se anduviese con semejantes rodeos,
cuando todos sabíamos lo que pretendía pero, llevada por una extraña curiosidad
(que agradeceré en esta y en mil vidas), me puse una sudadera y fui con ella a
la cocina. Allí, mientras comía con desgana, ella no paraba de observarme.
Literalmente. Como un búho, fijamente. Al final, no tuve más remedio que soltar
uno de mis célebres «¿qué?»
Lo que vino detrás de mi impertinencia fue el mejor consejo de mi vida.
Mira cariño, te lo tengo que decir. Las relaciones no son fáciles. Ninguna.
Lo que ocurre es que hay gente que lo sabe esconder mejor y otros, por
desgracia, peor. A lo mejor la culpa de que estés pasando por esto es mía, que
siempre te he ocultado cuando tu padre y yo hemos pasado malas rachas. Entiende
que no era mi intención. Pero bueno, que más vale tarde que nunca así que te
voy a decir una cosita que a mí me ha funcionado toda la vida. Y que conste que
con esto no te quiero decir que sigas con él para siempre, o que tengas que
aceptar todo. No te equivoques para nada, tú te tienes que hacer valer siempre,
cariño. Lo que pasa es que me parece a mí que a veces la gente enfoca el amor
de manera equivocada. Siempre me dicen que el amor se rompe, de repente, y que es
como un animalillo herido con el que hay que tener piedad, que lo mejor al
acabar una relación es dinamitarla. Pum. Agresivo, como si nunca hubiese
existido, con todo el odio del que seas capaz de proyectar. Que no es manera de
superarlo, ya lo sabemos todos, pero qué te voy a contar yo… En fin, lo que te
quería decir es que para mí, el amor es como una casa.
El amor es una casa que construís juntos. Ladrillo a ladrillo. Es un lugar
al que llegas, después de todo el día, y te sientes acogida, mimada, abrigada,
cómoda, feliz. Pero también te da trabajo. ¡No sabes tú bien el trabajo que da
una casa! Y, aun así, después del trabajo, tienes ganas de cuidar tu casa, de
limpiarla y de tenerla toda ordenadita porque te da el norte. Tu hogar te
mantiene cuerda. Es tu punto de partida y tu punto de llegada, es el sitio al
que siempre volverás. Y te gusta tu casa, te gusta esa y ninguna otra, porque
la habéis construido juntos, y no se parece a ninguna otra: ni los muebles, ni
la distribución… y muchas mañanas te atreverías a jurar que incluso la luz que
se filtra por las persianas es solo vuestra.
Lo que no tienes que olvidar, cariño, es que un día sale una gotera. Y tú
te alarmas, pones el grito en el cielo,
te indignas y pones solución. Pero, en el momento en el que has visto esa
gotera, empiezas a ver otras muchas imperfecciones en tu casa. Lo que tienes
que saber en esos momentos es que esa grieta en la pared que tan poco te gusta
no se tapa con un cuadro, porque va a seguir estando allí y porque, sin esa
grieta, no es tu casa. Es como esa cicatriz que te hiciste de pequeña, cariño:
forma parte de vosotros.
Así que piensa si él te hace sentir como en casa. Sí es que sí, no olvides que, cuando todo está desordenado, sucio y roto, la mejor opción no es dinamitar vuestra casa. Mejor empezad por abrir las ventanas de par en par, dejad que se ventile y poneos a limpiar.
Djalí
No hay comentarios:
Publicar un comentario