Un cenicero lleno de
colillas, pañuelos, helado de chocolate, una película antigua y tu
amiga al otro lado del teléfono. Esta podría ser otra de las muchas
decepciones que acaban con un: “Todos son unos cabrones”. Pero,
aunque parezca increíble, no siempre es así.
¿Sabes cuando encuentras
esas fotos o esas grabaciones en el móvil? ¿las gafas de sol o la
bufanda que se dejó en tu casa? Yo sí. Me deshice de todo sin mirar
a atrás. El dolor no se iría con aquella basura pero no sería tan
intenso. Tenía esos días postrelación después de Éric. Él fue
mi mejor amigo, con el que pasé dos de los meses más románticos de
mi vida y al final la verdadera realidad se estrelló en mi cara
junto al resto de mis sentimientos. Tuve que comprender que a ella la
quería más o de un modo distinto al que me quería a mí. Nunca
quiso hacerme daño. Es algo que no importa demasiado porque el amor,
al fin y al cabo, duele esté bien o mal.
En lo que a mi respecta
solo hay dos formas de afrontar el desamor: La primera es con una
botella de vodka y otro clavo que saque al anterior. La segunda se
trata de seguir con tu vida, rodearte de la gente que te quiere y
dejar que el tiempo te calme y te de las respuestas que necesitas. Lo
divertido llega cuando pensamos que ya lo hemos superado mediante la
segunda opción y de repente, por lo que sea, caemos en la primera
patéticamente. Es lo que llamaríamos una “recaída”. Algo así
me pasó hace un par de sábados cuando salí con mis amigas a un bar
del que ni siquiera me acuerdo bien con alguien que preferiría no
recordar. No sé si su sonrisa me recordaba a la suya, si fue esa
canción que cantaba o el puñetero alcohol... pero caí con cada vez
más balas en mi espalda, cada vez con más frío. Creo que el verme
así me sirvió para escribir el punto y final de ese periodo de
olvido que dura, como mínimo, el triple que el enamoramiento.
Es curioso ver que lo que
pensabas que no te afectaba ya, resulta que te hace vulnerable ¿Es
que nos gusta ser masocas? ¿ciegos? ¿sordos? ¿gilipollas? ¿es que
hemos perdido la fe? ¿o es que hemos abierto por fin los ojos y nos
hemos dado cuenta de que el príncipe azul no existe? En ese caso la
dama encarcelada en lo alto de la torre dejaría de esperar y
descendería por las piedras que componen su prisión, se pondría a
trabajar, contrataría un buen abogado contra su opresor y le
mandaría un selfie al príncipe azul donde salga con sus amigas y
cuatro maromos más. La realidad es muy distinta a los cuentos de
hadas ¡Qué mal nos hizo Disney!
Así le volví a olvidar,
pero un mes más tarde, cuando llevé a mi sobrina Lidia de seis años
al circo, les encontré juntos dos filas más a bajo de la nuestra
comprando palomitas al payaso de la flor azul. Aunque ya no dolía
tanto, todavía noté ese punzón que me presionaba en el pecho ¿Qué
pasó? Me vio... Fue cuando Lidia me estiró de la chaqueta y gritó
señalando:
-Mira, tita Ana ¿ese no
es tu amigo Éric?
Sus ojos se encontraron
con los míos y juro que en aquella mirada no hubo rencor, ni dolor,
ni tristeza... solo hubo un “no sabes lo que te he echado de
menos”. Nos levantamos, nos dimos un fuerte abrazo y me la
presentó. Era encantadora y le hacía feliz. No necesitaba saber
nada más. Se quedaron con nosotras para ver a los elefantes, a los
asiáticos que se suben por palos haciendo acrobacias y a esa mujer
tan elástica como un chicle. Lo pasamos bien. Me enteré por
terceros que siempre había estado pendiente de mi. Tuve la suerte de
tener un amigo de verdad y por eso, a pesar del tiempo, nunca lo
llegué a perder del todo.
A veces un adiós acaba
por ser un hasta luego, por eso hay que esperar y dejar que pase.
Incluso cuando todo parece perdido, la vida puede sorprenderte para
bien. Solo hay que creer para verlo.
Alicia Salazar
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