Laura se levantó a las siete, como
todos los días desde hacía veinticinco años. Se consideraba una buena
clienta. En sus charlas con el espejo se atrevía a definirse como una buena
amiga de Alma, como su confidente íntima, Dios la librase de decirlo delante de
cualquier otra vecina del bloque. Compraba en su panadería desde que su marido y
ella se mudaron, hacía ya diez años.
Consideró ponerse una chaqueta, allá por
octubre solía refrescar por las mañanas, pero, llevada por la pereza, bajó directamente.
Alma había abierto temprano aquel día. Temprano dentro de sus parámetros, claro. Pongamos que a
las cuatro de la mañana. Tan temprano que tuvo que palpar a tientas para
encontrar la cerradura. El ayuntamiento nunca se había preocupado demasiado por
aquel barrio o por su alumbrado.
Se regaló un momento, sacó una silla
a la calle y se encendió un cigarro. Sabiéndose protegida por la oscuridad,
esbozó una sonrisa. Cuando el verano venía a morir a Madrid, se permitía
recordar aquella noche, antes de que él se fuera y tuviese que abrir la
panadería.
De repente, los grillos escondidos guardaron
silencio y Alma escuchó una risa ahogada. Casi pudo sentir un beso. Cuál fue su
sorpresa cuando, bajo la luz de la única farola de la calle, vio a don Alfonso
con una mujer que, sin lugar a dudas, no era su mujer.
Antes del segundo beso, el cigarro
delator se había apagado.
Hoy, sentada a la puerta de la
iglesia, Alma piensa en aquel día y en la admiración que le despertó aquella
mujer, entrada en carnes y con los ojos perpetuamente llorosos, cuando entró a
comprar y se encontró con una infidelidad como desayuno. Ya lo sabía,
naturalmente. Le contó que Alfonso llevaba más de un año viéndose con ese cóctel
de ansiolíticos que él llamaba Julia, pero Laura aguantaba.
Le explicó que, a pesar de lo que se
veía en las películas o en las novelas, el desamor no es un amor no
correspondido, ni una ruptura. El desamor es la ausencia de un amor que antes
estaba presente y nos puede hacer sentir mucho más miserables que una
combinación de lo anterior. Así le explicó que sí, su marido ya no la deseaba,
o al menos no como antes, pero la quería. Quizá ella también había dejado de
quererlo de esa manera. Pero seguían disfrutando de otro tipo amor alimentado
por los años porque les aterraba la idea del desamor. Por eso seguía
levantándose cada mañana para comprar pan y hacer tostadas para los dos.
Esbozando una sonrisa como la de
aquella noche, Alma entró a la iglesia.
Djalí
Djalí
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