viernes, 26 de septiembre de 2014

La despedida



Laura se levantó a las siete, como todos los días desde hacía veinticinco años. Se consideraba una buena clienta. En sus charlas con el espejo se atrevía a definirse como una buena amiga de Alma, como su confidente íntima, Dios la librase de decirlo delante de cualquier otra vecina del bloque. Compraba  en su panadería desde que su marido y ella se mudaron, hacía ya diez años.
Consideró ponerse una chaqueta, allá por octubre solía refrescar por las mañanas, pero, llevada por la pereza, bajó directamente.

Alma había abierto temprano aquel día. Temprano dentro de sus parámetros, claro. Pongamos que a las cuatro de la mañana. Tan temprano que tuvo que palpar a tientas para encontrar la cerradura. El ayuntamiento nunca se había preocupado demasiado por aquel barrio o por su alumbrado.
Se regaló un momento, sacó una silla a la calle y se encendió un cigarro. Sabiéndose protegida por la oscuridad, esbozó una sonrisa. Cuando el verano venía a morir a Madrid, se permitía recordar aquella noche, antes de que él se fuera y tuviese que abrir la panadería.

De repente, los grillos escondidos guardaron silencio y Alma escuchó una risa ahogada. Casi pudo sentir un beso. Cuál fue su sorpresa cuando, bajo la luz de la única farola de la calle, vio a don Alfonso con una mujer que, sin lugar a dudas, no era su mujer.

Antes del segundo beso, el cigarro delator se había apagado.

Hoy, sentada a la puerta de la iglesia, Alma piensa en aquel día y en la admiración que le despertó aquella mujer, entrada en carnes y con los ojos perpetuamente llorosos, cuando entró a comprar y se encontró con una infidelidad como desayuno. Ya lo sabía, naturalmente. Le contó que Alfonso llevaba más de un año viéndose con ese cóctel de ansiolíticos que él llamaba Julia, pero Laura aguantaba.

Le explicó que, a pesar de lo que se veía en las películas o en las novelas, el desamor no es un amor no correspondido, ni una ruptura. El desamor es la ausencia de un amor que antes estaba presente y nos puede hacer sentir mucho más miserables que una combinación de lo anterior. Así le explicó que sí, su marido ya no la deseaba, o al menos no como antes, pero la quería. Quizá ella también había dejado de quererlo de esa manera. Pero seguían disfrutando de otro tipo amor alimentado por los años porque les aterraba la idea del desamor. Por eso seguía levantándose cada mañana para comprar pan y hacer tostadas para los dos.

Esbozando una sonrisa como la de aquella noche, Alma entró a la iglesia.
Djalí

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