Los lunes pasaban
entre sus horas con una monotonía aplastante. Se sabía hacedora de los
horarios, las pautas, los pasos, los encuentros planificados… Era todo un
sinfín de complicidad consigo misma. No había nadie ni nada que rompiera la
calma y eso, al contrario que a la mayoría de personas, le hacía sentir una
excesiva felicidad sostenida. Una paz interior que ni el mayor de los felinos era
capaz de igualar. Su cabeza era un cúmulo de repeticiones donde se encontraba totalmente a gusto.
Pero… Como todo en
esta vida, cambió. Y, como todo lo bonito en esta vida, cambió por una
casualidad o por una persona, que a veces son lo mismo.
La fecha de inicio
se quedó grabada a fuego en su mente, pues era una innata aprendiz de datos
inútiles. Los momentos fueron tiñéndose poco a poco de un gris oscuro casi
negro que acababa por desquiciarla. Cuando se dio cuenta de que
esa persona le estaba cambiando los esquemas, las pautas… No supo cómo
afrontarlo.
Su mundo se
derrumbó. Cada paso que daba, cada baldosa que intentaba no pisar se convertía
en un cúmulo de culpabilidades. Se empezó a dar cuenta del tiempo invertido, de
las horas perdidas en mil y una supersticiones que no tenían sentido y él se
las hacía ver pero… Pero no. Pero no podía parar. Cuanto más sentía la
necesidad de frenar, su mente le rezaba tres o cuatro frases mal entonadas, le
hacían creer que moriría si no acababa con ese ritual y… Lo acababa haciendo.
Su mirada de
reproche, el no poder disfrutar con él en la cama por sentir que estaba
cometiendo el mayor de los pecados con su higiene, el no poder hablar más de
dos frases seguidas porque antes necesitaba repetirse a sí misma que nunca se
enamoraría (que era un pecado capital en su familia)… No sabía cómo este círculo había acabado ensombreciendo
su monotonía, su calma… Solo sabía que tenía que acabar con ello o con él.
Ese lunes fue el más
claro de su vida aunque esta vez no recuerde muy bien si era 20 o era 18. Daba
igual. No contaba. No pensaba. Autómata tenía planificado todo lo que decirle,
todo lo que escupirle por haber sido el culpable de generar todas sus culpabilidades.
Porque no había nadie más culpable que él, que su mirada, que su sonrisa. Él,
él, él y solo él.
¿Él? Él no la iba a
dejar escapar de ninguna manera. Porqe él, al contrario que el resto del mundo, supo entender sus manías. No le gustaban, pero las aceptaba y llegó incluso a enamorarse de ellas. Le gustaba y a la vez odiaba que ella fuera al baño a enjuagarse 3 veces cada vez que se besaban. Le gustaba y a la vez odiaba que no pudiera tocarle la cabeza. Le gustaba y a la vez odiaba saber que era el único que podía ayudarla por haberse enamorado de aquello por lo que la repudiaban.
No fue una historia
fácilmente encantadora ni llena de pocos baches. No fue una historia sencilla,
llena de colores rosas o de sonrisas embotadas entre ojos embobados. Fue una
historia de amor de verdad, del que lucha y del que va más allá de los límites.
Lucharon por seguir, por poder ser felices en su camino de inseguridades, de
cambios… De vida que a fin de cuentas es un cúmulo de imperfecciones
malsonadas, entonadas entre bailes e intentos de salir de una cuerda floja
mientras se aprende a disfrutar del paisaje.
Y así fue como… Tras
una lucha tan insaciable, tan encantadora… Todo acabó. Porque así es como
acaban las historias más bonitas y penetrantes, más de verdad. Con finales. Con
historias que acaban, con conclusiones finas y con un cúmulo de lecciones que repartir
entre nietos y ancianos, entre vecinos y enemigos.
El amor que nació de
las cenizas les hizo sentir de todo menos que se estaban quemando hasta que, al
final del cambio, de la nueva vida entonada entre su forma de entender esta
nueva realidad, se dio cuenta de que su camino era otro y no con él. Él tardó mucho tiempo en aceptarlo, pero con el tiempo la sabiduría le dio las claves de aquella historia, de aquel amor que se fundió de tanto arder, que se gastó de tanto usarlo pero que exprimió hasta la última de las gotas, fueran dulces o amargas.
Neko
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