La suave
brisa que el mar resacoso traía aquella noche de luna llena portaba consigo las
lágrimas de un pasado demasiado lejano. El horizonte parecía querer sumergirse
en su alma, mientras él tan solo gritaba auxilio en el silencio de sus
palabras. El presente parecía difuso, inexistente, como si hubiese desaparecido
el tiempo. Poco a poco una lluvia de cristales comenzó a licuar sus ojos
clavándose en su alma, para que la arena sobre la que se posaba su cuerpo
desdibujase su naturaleza y emborronase sus sentimientos. Sobre el agua, la
lluvia estropeaba la bella silueta de la luna; sobre su piel, las gotas
corroían su aparente corazón de acero; y sobre sus recuerdos, el cielo decidió
reavivar la llama hasta convertirla en realidad.
Su
fuego interior quemaba pero no ardía, vivía pero no destruía; tanto, que él
dejó de luchar. Sus ropajes, ya manchados de barro, eran la mayor mentira en la
que se había camuflado. Trataba de vivir, pero llevaba muerto mucho tiempo ya.
Atrás quedaron los truenos de la conciencia, lejos están ya las campanas de la
vergüenza, en silencio permanecen las vidas a las que hirió. La rabia, mansa
fiera castrada de valor, duerme el letargo en el largo invierno que conquistó
su felicidad, a la espera del renacer primaveral que murió como lo hacen las
sonrisas.
Tiró
lejos, muy lejos, un poco más allá de la línea que delimita el espejo de la
noche, el anillo que portaba el mayor de los engaños, y el más falso de los
compromisos. Él había caído mucho antes en la red del amor, había sido preso de
los ojos de otra mujer; y a su vez, había sido vejado, despellejado de todo lo
que creyó verdad cuando ella se marchó.
Permaneció
frente al infinito, con los zapatos sucios. Intentando buscar la forma de
ahogar sus besos, su olor y su mirada después de tantas lunas. Tan solo desea
que no vuelva a amanecer. Que el sol no se pose acusatorio en lo alto del
firmamento, para que pueda ocultarse de las miradas de odio; estúpidas miradas
de incomprensión.
Se
levantó, siendo todavía un esclavo de su corazón, y echó a andar; su destino,
la luna. No podía permitir ver inmolarse a la más fiel confidente que la vida
le otorgó, no consentiría que las heridas que jamás llegaron a cicatrizar
causaran más víctimas. El amor que infectó su alma había podrido su razón.
Atrás quedaron los llantos que sobre el altar fueron la banda sonora de su
huida hacia su pasado. Un pasado demasiado superficial que quiso creer
olvidado.
Drizzt Beleren
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