lunes, 22 de septiembre de 2014

Lejos de las campanas



La suave brisa que el mar resacoso traía aquella noche de luna llena portaba consigo las lágrimas de un pasado demasiado lejano. El horizonte parecía querer sumergirse en su alma, mientras él tan solo gritaba auxilio en el silencio de sus palabras. El presente parecía difuso, inexistente, como si hubiese desaparecido el tiempo. Poco a poco una lluvia de cristales comenzó a licuar sus ojos clavándose en su alma, para que la arena sobre la que se posaba su cuerpo desdibujase su naturaleza y emborronase sus sentimientos. Sobre el agua, la lluvia estropeaba la bella silueta de la luna; sobre su piel, las gotas corroían su aparente corazón de acero; y sobre sus recuerdos, el cielo decidió reavivar la llama hasta convertirla en realidad.

Su fuego interior quemaba pero no ardía, vivía pero no destruía; tanto, que él dejó de luchar. Sus ropajes, ya manchados de barro, eran la mayor mentira en la que se había camuflado. Trataba de vivir, pero llevaba muerto mucho tiempo ya. Atrás quedaron los truenos de la conciencia, lejos están ya las campanas de la vergüenza, en silencio permanecen las vidas a las que hirió. La rabia, mansa fiera castrada de valor, duerme el letargo en el largo invierno que conquistó su felicidad, a la espera del renacer primaveral que murió como lo hacen las sonrisas. 

Tiró lejos, muy lejos, un poco más allá de la línea que delimita el espejo de la noche, el anillo que portaba el mayor de los engaños, y el más falso de los compromisos. Él había caído mucho antes en la red del amor, había sido preso de los ojos de otra mujer; y a su vez, había sido vejado, despellejado de todo lo que creyó verdad cuando ella se marchó.

Permaneció frente al infinito, con los zapatos sucios. Intentando buscar la forma de ahogar sus besos, su olor y su mirada después de tantas lunas. Tan solo desea que no vuelva a amanecer. Que el sol no se pose acusatorio en lo alto del firmamento, para que pueda ocultarse de las miradas de odio; estúpidas miradas de incomprensión. 

Se levantó, siendo todavía un esclavo de su corazón, y echó a andar; su destino, la luna. No podía permitir ver inmolarse a la más fiel confidente que la vida le otorgó, no consentiría que las heridas que jamás llegaron a cicatrizar causaran más víctimas. El amor que infectó su alma había podrido su razón. Atrás quedaron los llantos que sobre el altar fueron la banda sonora de su huida hacia su pasado. Un pasado demasiado superficial que quiso creer olvidado.

Drizzt Beleren

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