Sabíamos que realmente no teníamos tiempo ni
para pensar en las consecuencias de nuestras acciones, en aquella ciudad los
susurros que gritan en los oscuros rincones se alimentan de tu espíritu y hacen
germinar los miedos más espinosos. El sol de su mano conectaba nuestros
cuerpos, y nuestras piernas huían de aquellos callejones sin que el aire
pudiese apenas penetrar en nuestras mentes. Al llegar a aquellos
desproporcionados muros que alcanzaban el cielo para engullir a Dios, seguimos
cada una de las instrucciones que indicaba la leyenda que le contó Aba hace
mucho en busca de una salvación. Por alguna extraña razón ella tampoco
reiniciaba su mente cada cierto tiempo. Ella recordaba despertar en esta
ciudad, al igual que lo recordaba yo; sin embargo, todos sus allegados perdían
la memoria sucesivamente. Si su clan se había mantenido unido fue gracias a
ella, tan solo rezaba para que nunca olvidase quién era…
Parecía que a aquellas horas, cuando la niebla
es menos espesa, nadie vigilaba las inmediaciones de los límites de Anæ. Nos
sumergimos en una de las galerías que permanecían ocultas a los ojos del resto
de seres. Recorrimos sus enredados pasillos, nadamos sobre el lodo que bañaba
los intestinos de aquella civilización, tan solo con la esperanza de volver. Y
de pronto, la luz.
Una intensa luz que emitía al completo el
espectro del arcoíris y que brillaba más que cualquier material esculpido por los
enanos, nos mostraba el camino de regreso a nuestro hogar. Sin embargo, cuando
ya alcanzábamos nuestro objetivo, el suelo tembló, y de sus profundidades salió
un cuerpo cubierto de escamas que se erigió frente a nosotros, alcanzando los
tres metros de altura. Su cabeza alargada mostraba una desafiante mirada de
dorados ojos y unos afilados pero finos colmillos que dejaban vislumbrar una
bífida lengua que vibraba constantemente. A su espalda, dos grandes alas se
desplegaban creando la demencia más absoluta. Asustados y, a su vez,
hipnotizados ante tan atroz imagen, caímos sobre nuestras rodillas, sin
posibilidad de mover ninguno de nuestros, ahora, atrofiados músculos.
―¿Quién os creéis vosotros para querer escapar
de Anæ? ¿Os pensáis superiores a las reglas que rigen el ayer y el mañana? ¿O
es que osáis retar al mismo Glodnar, Dios de las profundidades, del tiempo y de
la carne? ―dijo aquel monstruo―.
―¿Cómo es que hablas nuestra lengua? ¿Y quién o
qué demonios eres tú? ¿Otro de esos estúpidos lunáticos que planea dominar
estas tierras? ―Daramis, mucho más valiente que yo, sentenció nuestro destino
con aquellas palabras―.
―¡Calla bastarda! ―a continuación, un rayo salió
disparado de una de sus extremidades, que terminaban en unas aceradas garras,
para impactar contra su rostro y desfigurarlo hasta convertir su boca y nariz
en una membrana porosa por la que no podía emitir ningún sonido claro―.
―Soy una beogar ―prosiguió ante la desesperación
en el rostro de Daramis―, una de las sacerdotisas de Glodnar, uno de los únicos
y verdaderos siete dioses; y fundador de
Anæ. Esta es la tierra de los muertos, de los errantes espíritus que vagan en
busca de un destino, de una esperanza a la que aferrarse. En la ciudad de Anæ
despiertan las almas de los que en vida cometieron algún pecado, para
castigarlos con la existencia más allá de la frontera prohibida. Aquellos que
asesinaron nacen como mercancía de la que otros se alimentarán. Los que ansiaron
todo, mendigan por las oscuras esquinas de nuestras calles. Y los que gozaron
de sus cuerpos poseen una masa tan etérea, que ni un suspiro acabaría con
ellos. Sin embargo, tan sólo un número limitado de cuerpos habita esta caprichosa
locura de nuestro Dios. Por todo ello, las nuevas almas renacen en viejos
cuerpos, igual que vosotros. Y cuando un cuerpo se consume por vejez o
enfermedad, se funde con las paredes de nuestro callejero, naciendo uno ser en
su interior; pues aquellos que acabaron con su propia vida, son castigados con
la eternidad, conscientes eternamente de sí mismos, gritando constantemente. Y
nuevos cuerpos de todas las razas son engendrados por nuestras matronas. Así se
mantiene este esquizofrénico equilibrio entre la muerte y la nada, mostrando
las peores pesadillas de cada uno. Además, la droga que crece en las montañas,
no es más que la única forma voluntaria de escapar de aquí, cediendo tu cuerpo
a una nueva alma; y entregando la tuya a Glodnar, aceptando su voluntad. Muchos
desean escapar, muchos tratan de agruparse para hacerse más fuertes, como los
hombres de negro; pero poco a poco, unos tras otros, van dejando sus cuerpos a
nuevas generaciones de pecadores que despiertan desconcertados, para nunca
avanzar.
―¿¡Y qué es de nosotros!? ¿¡Estamos muertos!? ¿¡Y
por qué seguimos cuerdos!? ―grité con la desesperación con la que nunca había
gritado―.
―Sois juguetes en manos de los demiurgos que viajan
entre nuestros mundos, la sangre que alimenta las venas de nuestra civilización
y la furia que posee a Glodnar; os debatís entre la vida y la muerte, por lo
que vuestras mentes no han muerto al completo, y no podéis abandonar esta
ciudad si no residís de forma íntegra en este mundo. Ahora que habéis desafiado
a la mayor de las deidades, que habéis jugado a ser dioses, que os creéis
dueños de vuestro propio destino, seréis sometidos a la peor de las locuras.
Aquí acaba y continúa mi historia, de cómo fui
sentenciado a la peor de las pesadillas por cuestionar aquello que me rodeaba.
Ansiar la libertad más allá de estas paredes me hizo ser preso por toda la
eternidad y, los grilletes que ahora marcan mis pasos, son espinas clavadas en
mi corazón. Ahora visto la máscara del miedo, soy el terror de las horas, la
sombra que nace cuando perece el sol.
Soy la muerte que reclama las mentes corruptas
al morir, y las guía hasta los demiurgos que los llevarán hasta la Ciudad de Anæ,
aquella en la que deseé no haber despertado jamás.
Drizzt Beleren
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