sábado, 20 de diciembre de 2014

Locura - Parte 5: La historia de Anæ

Sabíamos que realmente no teníamos tiempo ni para pensar en las consecuencias de nuestras acciones, en aquella ciudad los susurros que gritan en los oscuros rincones se alimentan de tu espíritu y hacen germinar los miedos más espinosos. El sol de su mano conectaba nuestros cuerpos, y nuestras piernas huían de aquellos callejones sin que el aire pudiese apenas penetrar en nuestras mentes. Al llegar a aquellos desproporcionados muros que alcanzaban el cielo para engullir a Dios, seguimos cada una de las instrucciones que indicaba la leyenda que le contó Aba hace mucho en busca de una salvación. Por alguna extraña razón ella tampoco reiniciaba su mente cada cierto tiempo. Ella recordaba despertar en esta ciudad, al igual que lo recordaba yo; sin embargo, todos sus allegados perdían la memoria sucesivamente. Si su clan se había mantenido unido fue gracias a ella, tan solo rezaba para que nunca olvidase quién era…

Parecía que a aquellas horas, cuando la niebla es menos espesa, nadie vigilaba las inmediaciones de los límites de Anæ. Nos sumergimos en una de las galerías que permanecían ocultas a los ojos del resto de seres. Recorrimos sus enredados pasillos, nadamos sobre el lodo que bañaba los intestinos de aquella civilización, tan solo con la esperanza de volver. Y de pronto, la luz.
Una intensa luz que emitía al completo el espectro del arcoíris y que brillaba más que cualquier material esculpido por los enanos, nos mostraba el camino de regreso a nuestro hogar. Sin embargo, cuando ya alcanzábamos nuestro objetivo, el suelo tembló, y de sus profundidades salió un cuerpo cubierto de escamas que se erigió frente a nosotros, alcanzando los tres metros de altura. Su cabeza alargada mostraba una desafiante mirada de dorados ojos y unos afilados pero finos colmillos que dejaban vislumbrar una bífida lengua que vibraba constantemente. A su espalda, dos grandes alas se desplegaban creando la demencia más absoluta. Asustados y, a su vez, hipnotizados ante tan atroz imagen, caímos sobre nuestras rodillas, sin posibilidad de mover ninguno de nuestros, ahora, atrofiados músculos.

―¿Quién os creéis vosotros para querer escapar de Anæ? ¿Os pensáis superiores a las reglas que rigen el ayer y el mañana? ¿O es que osáis retar al mismo Glodnar, Dios de las profundidades, del tiempo y de la carne? ―dijo aquel monstruo―.
―¿Cómo es que hablas nuestra lengua? ¿Y quién o qué demonios eres tú? ¿Otro de esos estúpidos lunáticos que planea dominar estas tierras? ―Daramis, mucho más valiente que yo, sentenció nuestro destino con aquellas palabras―.
―¡Calla bastarda! ―a continuación, un rayo salió disparado de una de sus extremidades, que terminaban en unas aceradas garras, para impactar contra su rostro y desfigurarlo hasta convertir su boca y nariz en una membrana porosa por la que no podía emitir ningún sonido claro―.
―Soy una beogar ―prosiguió ante la desesperación en el rostro de Daramis―, una de las sacerdotisas de Glodnar, uno de los únicos y verdaderos siete dioses; y  fundador de Anæ. Esta es la tierra de los muertos, de los errantes espíritus que vagan en busca de un destino, de una esperanza a la que aferrarse. En la ciudad de Anæ despiertan las almas de los que en vida cometieron algún pecado, para castigarlos con la existencia más allá de la frontera prohibida. Aquellos que asesinaron nacen como mercancía de la que otros se alimentarán. Los que ansiaron todo, mendigan por las oscuras esquinas de nuestras calles. Y los que gozaron de sus cuerpos poseen una masa tan etérea, que ni un suspiro acabaría con ellos. Sin embargo, tan sólo un número limitado de cuerpos habita esta caprichosa locura de nuestro Dios. Por todo ello, las nuevas almas renacen en viejos cuerpos, igual que vosotros. Y cuando un cuerpo se consume por vejez o enfermedad, se funde con las paredes de nuestro callejero, naciendo uno ser en su interior; pues aquellos que acabaron con su propia vida, son castigados con la eternidad, conscientes eternamente de sí mismos, gritando constantemente. Y nuevos cuerpos de todas las razas son engendrados por nuestras matronas. Así se mantiene este esquizofrénico equilibrio entre la muerte y la nada, mostrando las peores pesadillas de cada uno. Además, la droga que crece en las montañas, no es más que la única forma voluntaria de escapar de aquí, cediendo tu cuerpo a una nueva alma; y entregando la tuya a Glodnar, aceptando su voluntad. Muchos desean escapar, muchos tratan de agruparse para hacerse más fuertes, como los hombres de negro; pero poco a poco, unos tras otros, van dejando sus cuerpos a nuevas generaciones de pecadores que despiertan desconcertados, para nunca avanzar.
―¿¡Y qué es de nosotros!? ¿¡Estamos muertos!? ¿¡Y por qué seguimos cuerdos!? ―grité con la desesperación con la que nunca había gritado―.
―Sois juguetes en manos de los demiurgos que viajan entre nuestros mundos, la sangre que alimenta las venas de nuestra civilización y la furia que posee a Glodnar; os debatís entre la vida y la muerte, por lo que vuestras mentes no han muerto al completo, y no podéis abandonar esta ciudad si no residís de forma íntegra en este mundo. Ahora que habéis desafiado a la mayor de las deidades, que habéis jugado a ser dioses, que os creéis dueños de vuestro propio destino, seréis sometidos a la peor de las locuras.

Aquí acaba y continúa mi historia, de cómo fui sentenciado a la peor de las pesadillas por cuestionar aquello que me rodeaba. Ansiar la libertad más allá de estas paredes me hizo ser preso por toda la eternidad y, los grilletes que ahora marcan mis pasos, son espinas clavadas en mi corazón. Ahora visto la máscara del miedo, soy el terror de las horas, la sombra que nace cuando perece el sol.
Soy la muerte que reclama las mentes corruptas al morir, y las guía hasta los demiurgos que los llevarán hasta la Ciudad de Anæ, aquella en la que deseé no haber despertado jamás.


Drizzt Beleren

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