Salida. Hace frío, pero
eso no me importa demasiado porque lo que llevo dentro quema
demasiado y soy incapaz de sacarlo. Tampoco le dedico ni un momento.
Prefiero correr. Así que sigo acelerando. Lo cierto es que en el
recorrido de hoy no me importaría mucho si me llevara a alguien por
delante o si tirara a cualquiera a la fuente del parque. Soy como un
vendaval. Pero los esquivo a todos porque no quiero más voces en mi
cabeza.
Quinientos metros. Duele
cuando la gente nos hace daño pero a mí me duele más cuando el mal
lo he causado yo. Esto arde, sigue sin querer salir de mí, por lo
que corriendo como si no hubiera un mañana, esperando que al final
del trayecto encuentre lo que estoy buscando, una solución, un
perdón.
Primer kilómetro. Con cada paso siento el peso de la culpa ¿Sabes
lo que es la impotencia? Esa bola de fuego que nace en el estómago y
cuyo calor se extiende por resto del cuerpo quemándote por dentro.
Intenta escapar por la garganta mientras sabes que no puede salir de
ahí porque no debe o porque aunque salga no va a servir de nada o
solo va a empeorar las cosas. Esa tensión sobre la sienes de la
frente, esa rabia contenida en tus manos temblorosas e inquietas con
intención de hacer algo pero finalmente sin hacer nada. En realidad,
entiendes que no es el mejor momento para tratar de llevar a cabo
ninguna estrategia, porque más que pensar con la cabeza piensas con
los puños.
Segundo kilómetro.
Demasiada presión. Pienso que estoy buscando más que su perdón,
también busco el mío, pero disculparme a mí mismo va a ser más
complicado aún. Solo hay eso. Impotencia. Rabia. Luego viene esa
tristeza derramándose por los ojos y esa baba tan espesa generada a
causa de querer decir tantas cosas mientras te vas dando cuenta de
que no vas a poder decir nada. Solo son un montón de palabras
encerradas en tu boca y que al intentar tragarlas se colapsan en un
enorme tráfico en la garganta.
Tercer kilómetro. Si
paro de correr no sé lo que puede pasar, lo que puedo pensar o
hacer. O si me voy a derrumbar. Esto funciona, pero tengo miedo del
resultado de esa impotencia contenida que he amansado gracias a las
fuerzas que aún le quedaban a mis piernas.
Meta. Reduzco poco a poco
la velocidad cuando veo a lo lejos las escaleras de su casa. No tenía
intención de llegar aquí pero mis pies me están conducido hasta su
puerta para saldar mis cuentas, para recuperar a mi hermano. Aún
quedan rastros del dolor pero siento que puedo con ello. Voy llegando
con el aliento entrecortado. Cuando me detenga, ya sin miedo a lo que
pueda venir después, sé que estaré bien y que la impotencia se
habrá esfumado como el humo. Finalmente paro ante su puerta. Respiro
profundamente y miro al horizonte, a ese cielo azul que no me había
dado cuenta de que estaba porque en mi vida solo había nubes. Ahora
con la mente fría, a pesar de que temo lo que pueda pasar, sé que
es momento de hacer lo correcto. Toda mi vida he preferido correr,
huir y escapar los problemas. Pero hoy, por primera vez, me voy a
enfrentar a todo sin miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario