En la ciudad de los pensamientos y las ideas fugitivas que apenas
te rozan con dedos helados, las ocasiones de pasar a la acción eran raras.
Acomodado en mi nueva posición, dejaba que mi yo anterior se fundiese con la
niebla, alzándose entre las copas de los edificios que plagaban aquel lugar.
No hace falta decir que en la ciudad de Anæ, se nace con la
droga fluyendo en sangre. Bueno, no se nace. Nadie nace allí. La gente aparece
un día y solo unos pocos consiguen abandonar el lugar. Cierta flor que crece en
la cordillera de Kerna garantiza un mínimo de 56 horas de abstracción absoluta,
de amnesia posterior y, por supuesto, de ausencia total de responsabilidad.
Así vivíamos, en una nube de caras borrosas y peleas sin
sangre. Sin embargo, una especie de revuelta contra la nada cortó la entrada de
la pócima mágica en la ciudad. Si la
sobriedad significa calma, no es así en la ciudad de Anæ.
Una especie de locura general se extendió como la pólvora en
cuestión de ¿horas? En algún punto había perdido mi reloj. Unidos en un nuevo
delirio común, rechazaban mi autoridad, hasta entonces tan valorada. Los hombres de negro me buscaban entre las
calles resbaladizas y yo lo sabía. Mi única opción era correr entre la multitud
e intentar salir de allí o esconderme.
Mientras recorría una de las pocas calles que podían
albergar a más de dos personas a la vez, vi cómo uno de ellos se acercaba hacia
mí. En un intento desesperado de salvarme, me cubrí la cabeza con los brazos y esperé.
Sin embargo, pocos segundos después, sentí
unas manos de acero descubriendo mi rostro. Me encontré ante unas
pupilas que inundaban lo que había sido alguna vez un iris verde y una voz que me preguntó: ¿quién eres?
Caí de rodillas. Todo volvía a estar en calma en la ciudad
de Anæ. A mi alrededor, todo era silencio. ¿Quién era y cómo había llegado
hasta allí?
Djalí
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