domingo, 12 de abril de 2015

El largo camino de la aceptación

Mírame. Con la cara mojada por algo más que la lluvia. A mí. Que en los malos momentos conseguí secar tus lágrimas con fría calma. Que aguanté en pie por los dos cuando te fallaban las fuerzas. Mírame en qué me he convertido. Mírame con pena y compasión cómo me arrastro. Mírame a los ojos si tienes algo de valor.

Vergüenza. Vergüenza de mí mismo y mi orgullo por los suelos, pisoteado. Intento andar en el barro y trastabillo cada vez que se me incrusta el clavo de tu recuerdo. Y me ahogo en el fango, más aún. Quizá si me hundo hasta el fondo esté mejor. Solo quizá. Quizá sumergiendo mi cuerpo hasta el fondo llegue a encontrar lo nuestro que acabó muerto.

Me repetiste tantas veces que era único que me lo creí. Creo que no son celos, nunca lo fueron. Es el abatimiento por la evidencia de no serlo. El dolor de ver destruido nuestro mundo juntos, ése que me pediste construir hace tiempo. Ése que cuidábamos con mimos y sonrisas y ahora es triste y gris ruina. Aquel cuyos cimientos las dudas empezaron a resquebrajar. Aquel que decidiste que se podía dejar caer al suelo. ¿A quién le toca recoger los trozos?

Suelto mis penas con ira, destrozando hasta mi propio aliento. No quiero tenerte cerca, no te vaya a hacer daño. Tampoco quiero que me recuerdes como el loco que ahora me sale ser. Me levantaré o aprenderé a arrastrarme mejor. Quizá la penitencia me pueda calmar. Quizá así me olvide de mis errores y del tormento de haberlo podido evitar.

Yo sólo quería seguir siendo feliz contigo. Y tú me prometías que también, mientras te asegurabas poco a poco de que nunca más. Pesan y duelen tus palabras, más que nada, porque se rompieron sin maldad, como si fueran de fino fieltro. Más duele y pesa, y más adentro, el tenerte tan lejos. Sin arreglo.

Yo... no sé.

No hay comentarios: