Se
rompía la noche en mil fragmentos cargados de sueños e ilusiones, que iban
marchitándose y cobrando fuerza en un intercambio de energías, guiados por las
estrellas. El caótico universo se ordenaba en patrones ajenos, para dibujar su
destino sobre el firmamento. Como la tinta corre sobre las venas de un
pergamino, su alma volaba entre los extremos más alejados de su cuerpo,
desprendiéndose de toda consciencia de él mismo. Una huida sin billete de
regreso, tratando de escapar y al fin huir de las cadenas mortales. Una bendita
locura.
Subió
alto, empujado por la ingravidez, sobre un suave manto acolchado; sin nada en
que pensar, sin intención de despertar. El frío que ascendía hacia su nuca era
agradable, como agua cayendo por su garganta bajo la mayor de las sequías. Un
trago suave y liviano, que calmaba las ansias de su incansable alma.
Eran
horas sin la sombra tras la esquina del tic tac del reloj, quizás días
sobrevolando la arena de la que escapó. Finalmente libre, consiguió sonreír. No
necesitaba mover los brazos ni las piernas, allí el pensamiento era más
poderoso que el poder físico. Era un sueño eterno sin barreras, una luz tenue
que ilumina toda la oscuridad de su habitación. Una estancia marchita,
salpicada de los peores horrores que ningún hombre soportó.
Cuentan
que su viaje no tuvo final, mientras su cuerpo quedaba con nosotros, en la cama
de un hospital acompañado de un continuo pitido a causa de una droga en su
suero. La felicidad en su rostro fue su mensaje de partida, informando que todo
iba bien. Yo continúo en la cárcel sabiendo que, aunque tarde, fui un buen
padre.
Drizzt
Beleren
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