Por supuesto que NO
me arrepentía de haber arrebatado la vida a la única persona que yo pude amar
casi tanto como a mi Señor y que me supo amar tal y como yo era, sin tapujos,
sin menudeces, sin idealismos…
¿Por supuesto que no
me arrepentía? Eso me decía cada vez que notaba ese malestar, ese dolor que
sale de dentro, no sé muy bien de dónde pero que me hacía encontrar alivio
inmediato en esas adormideras que me daban el jugo del opio y me dejaban la
mente en paz, los sentimientos sin salir, la mente en blanco solo con la
sensación de quien se sabe gozo y alucinación, sin saber distinguir la realidad
de la ficción, de mi imaginación.
Me encantaría
haceros un análisis detallado de lo que fueron esos días, pero ni yo los
recuerdo. Sé que hubo más sangre, pero ahora de las putas que no me querían dar
un poco más de su veneno. Sé que hubo vómitos, náuseas, un malestar que iba
precedido de una relajación máxima al seguir inhalando. Sé que perdí mucho
dinero, pues ahora no tengo ni para cobijarme una mísera noche. Y sé que hubo
pánico, sudores, taquicardia y temblores.
Me acabé
convirtiendo en una especie de vagabundo mental, que solo buscaba un poco más
de aquello que le hacía evadirse de aquello sobre lo que no sabía por qué huía.
Que intentaba pasar los días sin aquella sustancia de la mejor forma que podía,
pues el vacío era horrible y la mente activándose aún peor…
Así, el siervo del
Señor se acabó convirtiendo en uno más del rebaño, que solo sabe guiarse por
las emociones, que no es capaz de entender lo que le pasa y que prefiere no
buscar en sí mismo para hallar la clave de su malestar. Siempre degollando
personas por ser míseras, sin ni siquiera saber cómo era yo. Siempre juzgando a
los demás, pensando que sus vidas eran así porque ellos mismos la habían
elegido…
Pero no, no me di
cuenta de todo esto por mí solo…
Aún recuerdo el fin
de mi agujero coronado por una pequeña monja, servicial, que me acogió en su
convento dándome un poco de su caldo caliente y de su paciencia inmensa. Hizo
conmigo lo que nadie hasta entonces, preguntarme quién era yo, negándome cada afirmación
de que servía a un Señor. Ella, irónicamente, no buscaba eso, sino que me
buscaba a mí. Quería saber por qué había llegado a ser cómo era y no dudó ni un
segundo en pasar conmigo esas semanas agonizantes, aguantando el mono por un
poco más de opio, un poco más de relajación.
Me enseñó algo
muchísimo más difícil que cómo arrebatar o devolver la vida a otros. Me enseñó
a mirarme por dentro, a saber qué me faltaba, que me hacía falta para ser
feliz, sin doctrinas morales de por medio, sin juicios sobre la vida de los
demás, que era, a fin de cuentas, igual de miserable que la mía. Me enseñó que
todos podemos huir por la vía fácil, la de las drogas, los conjuros o las
maldiciones pero que, lo realmente difícil, es superar todo eso y conquistar la
vida con unos rayos de felicidad. Me enseñó que no hay Señores, sino valores;
que podemos servir a quien queramos, dándole el nombre que queramos, siempre
que nuestro corazón sea el que nos dice si está bien o no.
Me enseñó tantas
cosas…
Neko
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