sábado, 28 de marzo de 2015

El calor de sus abrazos

-Quédate conmigo-. Le dijo él una vez más. Ya no recordaba cuántas veces le había suplicado que no huyera, que era lo que más amaba en el mundo. Eran como el yin yang, como dos gotas de agua. No tenían nada en común pero a la vez eran inseparables. Sin embargo, una vez más, era tarde para ella.  

Se amaban desde siempre y desde siempre habían tenido el mismo problema. Ella adoraba pasar las tardes entre sus brazos como el ser frágil que era mientras él acariciaba su larga y rizada melena color azabache. Eran y siempre serían la pareja perfecta.

Era tarde para ella como lo había sido otras muchas veces. No era nuevo para él, mil veces antes había sentido como ella se escapaba de entre sus brazos, para escabullirse y perderse entre las tinieblas. Desde la primera vez se juró que lucharía por hacerla volver, por volver a tenerla a su lado.

Era algo que ocurría cada cierto tiempo. –Necesito irme, no puedo más-, esas eran las palabras que salían de su boca y que tantas veces habían roto un corazón recompuesto mil veces. Pero así era ella y esa era una de las razones por las que estaba profundamente enamorado. La entendía, comprendía su enfermedad e iba a estar con ella para siempre.

-Lo sé, amor, lo sé. Has de irte, te entiendo. Vuelve cuando quieras, siempre estaré esperándote-. Una vez más le repetía las mismas palabras y sabía que no iba a ser la última vez. Toda su vida iba a ser un bucle sin sentido en el que lo más fuerte era el amor que sentían el uno por el otro. Por eso la dejó huir no sin antes decirle entre lágrimas que era lo que más amaba y que esperaba su vuelta, como hacía siempre.

Como si ella no sintiese nada salió y con el corazón roto él se sentó a escribir la misma carta de siempre en la que tan solo dejaba que sus emociones salieran, se escurrieran entre la tinta de la pluma que ella le había regalado hacía muchos años.

Eran siempre las mismas líneas, llenas de tristeza y amargura. Entendía perfectamente que su enfermedad le pidiese libertad aunque lo que ella más amaba era la comodidad que cada tarde él le proporcionaba cuando introducía su cuerpo frágil entre sus brazos.

Volvían a ser los peores días de su vida. La incertidumbre reinaba en su cabeza porque nunca estaba seguro de que ella fuese a volver. Sin embargo, hasta ahora ella siempre había vuelto a casa porque cuando todo mejoraba echaba de menos la comodidad que solo él le podía proporcionar.


Estaban hechos el uno para el otro.

Sarasvati 

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