lunes, 2 de marzo de 2015

El escritor de la Historia

La tenue luz del candil suplía satisfactoriamente los últimos rayos del sol que se colaban en el pequeño piso de Andrew Higgins. La hoguera ardía con fuerza y, aun así, desde su mesa de roble, él maldecía la escasez de comodidades de aquel siglo. Sobre sus dedos rotaba con caprichosa gracia la pluma causante de los borrones sobre los montones de papel que se amontonaba en un rincón de aquella habitación. En ocasiones, decidir el destino de la humanidad era agotador.

Andrew echaba de menos a su esposa y a sus dos hijas, sabía que ellas dos no notarían su ausencia; caprichos del tiempo. Sin embargo, cada luna que se asomaba a robar los sueños a los mortales le recordaba cada segundo sin ellas. Su trabajo, alto secreto, era peligroso y, al mismo tiempo, excitante. No se dedicaba a otra cosa que no fuera rellenar de fresca tinta miles de folios contando historias increíbles, aventuras inverosímiles e inventos de un futuro tan lejano y, a la vez, tan conocido. En sus páginas el hombre podía sobrevolar a su antojo el mundo entero, llegar hasta las profundidades marinas jamás avistadas y ser capaz de abandonar su propio planeta. Sueños de un loco y delirios de un pobre abandonado por su razón, pensaban.
Por fin la inspiración volvía a su cauce y podía acabar con su último encargo, Ante la bandera; aunque alguna parte de su conciencia no dejaba de gritar en su interior, provocándole unas migrañas terribles. ¿Y si de verdad era el ser humano capaz de anticiparse a esto? Las últimas líneas iban derribando los muros creados por las páginas en blanco y la historia iba llegando a su fin. Disfrutaba y sufría a partes iguales.

Realmente deseaba volver a casa, avanzar casi 500 años y rezar para que nada hubiese cambiado. Los viajes en el tiempo eran peligrosos, él lo sabía; pero la vida que mantenía gracias a ellos, era muy digna. Su familia se lo merecía. Además, siempre soñó con vivir pegado al papel y crear mil locuras que gritarle al mundo. Aunque fuese de hace medio siglo. Se convertiría sin saberlo en uno de los escritores más famosos de la historia, pero a sabiendas de cuál era la verdadera razón de su trabajo. Debía contar fantasías, cuentos y novelas que se anticipasen al mundo, narrar hazañas que por aquella época eran consideradas imposibles, para así ir trazando un camino a la humanidad que les guiase a su propio antojo. Si él hablaba de muñecas parlantes el hombre investigaría la robótica; si hablaba de alcanzar la luna, al ser humano le parecería un objetivo factible; si, como en este caso, hablaba de armas de destrucción masiva, el hombre acabaría inventando la bomba atómica; era cuestión de tiempo. Y es que Andrew estaba escribiendo la historia, influenciando a las gentes de aquel tiempo a no esclavas del azar.

Puso punto y final a su obra, tratando de no juzgar moralmente sus actos, pues él hacía lo que más amaba en este mundo, a pesar de que aquella empresa solo buscaba beneficios gracias a la posibilidad de viajar en el tiempo. A pesar de que aquello era más que ilegal. Firmó con su seudónimo y se marchó para volver y regalarle aquel abrazo que le prometió a su hija, mientras el trazo sobre el papel dibujaba el nombre de Julio Verne.


Drizzt  Beleren

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