Cristales de botellas
rotas extendidos por el suelo, un tufo a dragón muerto que habita en
mi minúsculo piso y yo apoyada en la pared intentado mantenerme de
pie y soportar la bomba atómica de mierda que tengo en el estómago.
Avancemos y cambiemos la escena.
Siento la brisa marina
acariciando mi cara. Dejo caer mis párpados y escucho el sonido de
las olas chocando contra el casco del barco que en breve me devolverá
a tierra. Hace unos meses hubiera vomitado al oler ya a lo lejos el
pescado del puerto, por no hablar ya de los vaivenes de las olas que
mueven el barco ligeramente pero que para mi hubiera sido como si me
metieran en una batidora. No ha sido fácil cambiar y dejarlo todo
atrás. Ahora tengo una nueva vida en otro lugar totalmente
diferente, muy alejado de las locuras que me perseguían y perseguía
cada día en la gran ciudad. Cambié de trabajo, ya no tan bien
pagado pero menos estresante. Me instalé en un pequeño pueblo
costero valenciano, pensé que estar cerca del mar me serenaría.
También voy con gente distinta, muy distinta, y no solo por su
acento y esa forma de ser tan abierta mezclada con el toque
mediterráneo. Son esa clase de personas que saben absorber la
energía de la luz del sol cuando yo solo conocía la de la luna,
esas que disfrutan con un helado en una terraza cerca de la playa y,
aunque también les gusta salir de fiesta, recuerdan que tienen casa y
familia, esos que solo se fían de los que están ahí siempre y no
del primer imbécil que te diga guapa y te sobe el culo en la barra
de un bar.
Es complicado ver lo que
están haciendo contigo y lo que tú te estás dejando hacer cuando
ya estás demasiado involucrada en ello. Hablo de ese mundo en el que
la resaca es el plato principal de todos los días y los errores que
nunca se recuerdan pero siempre te cuentan son una forma de vida.
Podría poner muchas escusas pero ni justificarían nada ni servirían
para perdonarme a mí misma. Puede que en aquella noche comenzara a
despertar cuando entré a aquel baño asqueroso y noté con más
fuerza como la confusión y el alcohol agitaban mi cabeza. Cuando
paré por un instante y me dí realmente cuenta de donde estaba y de
que, desde luego, no quería estar ahí. Pero ya no sabía como
salir, como volver.
Rebobinemos y volvamos a
la escena del principio. Cristales, tufo a dragón muerto y lo que
quedaba de mí. Aquellos desconocidos ya se habían marchado y solo
quedaba yo y mi mundo en ruinas. Observé que la foto de mi familia
estaba en el suelo con el marco roto y vi a esa pequeña yo inocente
de ocho años. Esa niña nunca dijo que de mayor quería ser una
alcohólica. Solo quería ser feliz y yo no lo era. He aprendido a
disfrutar de esas pequeñas cosas del día a día que son capaz de
llenarme mucho más, esos detalles de esta nueva vida que me han
curado y salvado de mí misma.
Alicia Salazar
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