Tras
visitar la impresionante Acrópolis de Lindos, situada en la parte
alta de la ciudad de la isla griega, en el camino de vuelta nos
sentamos cerca de una fuente en medio de ese poblado de casitas
blancas desde donde podemos ver la costa paradisíaca que nos
envuelve. Allí la guía, a petición de una pareja de ancianos de
Almería, cuenta un mito griego, uno que parece que me persigue vaya
donde vaya. El mito de Andrógino. La mujer comenzó a narrarlo:
“Platón, en su obra el “Banquete”, relata que al
principio
existía un ser humano llamado andrógino que reunía los dos sexos,
el femenino y el masculino. También había un andrógino compuesto
por dos cuerpos de hombre y otro por dos cuerpos de mujer. Estos
seres tenían formas redondeadas y contaban con cuatro brazos, cuatro
piernas y una cabeza con dos caras. Su
fuerza era extraordinaria y su poder inmenso. Eso los hizo ambiciosos
y quisieron desafiar a los dioses intentando invadir el Olimpo. Así
que Zeus les dividió en dos.
Se dice que desde entonces cada mitad trata de encontrar a la otra.”
Hacía
mucho tiempo que no oía esa historieta. La primera vez que la
escuché fue en la serie de Hércules, tenía doce años y me quedé
embobada mirando la tele conforme lo contaba aquella actriz rubia. La
segunda fue a los dieciséis en una excursión al Museo de Historia
y, siendo ya más consciente de la realidad, casi me ahogo intentando
aguantarme la carcajada con mi amiga Claudia. La tercera fue a los
diecinueve viendo el episodio de Hércules repetido pero con el
efecto contrario a la vez anterior, llorando a mares en un solitario
domingo tras una ruptura amorosa ¿Cual es el efecto que me produce
ahora? Ya no es ni admiración, ni burla, ni melancolía... He
llegado a un punto en el que podría llamarlo “fase de reflexión”.
La vida es irónica. Me escapé en este viaje a Grecia para alejarme
de esa nueva etapa de mi vida que tanto me asusta con la escusa de
una búsqueda de inspiración para mi nuevo libro. Lo dejé allí sin
una respuesta con un par de narices.
Supongo
que debió de ser un beso mortal para que hiciera temblar a mi alma
con más fuerza que un terremoto. A estas alturas no suelo perder el
control por muchos por no decir por nadie. Me digo a mí misma que tú
no eres nada, que no significas nada para mí. Después de tantas
caídas una no puede permitirse rebasar la línea que divide lo
saludable de lo doloroso. Me repito una y otra vez que aunque esto
esté durando más de lo normal puedo manejarlo, sigo teniendo el
control de la situación como siempre, manteniendo las distancias de
seguridad, pero siento que se me empieza a ir de las manos. Cada vez
que se va tengo más ganas de pedirle que se quede. Una tortura.
Simplemente no puedo contestarle a la pregunta. Cuanto más lo pienso
más escucho la voz de mi madre diciéndome que ya soy mayorcita.
Miles
de mitos, leyendas y profecías como esta hablan de la existencia de
un alma gemela. Esa otra parte de nosotros que nos complementa.
Promesas de que todos tenemos una media naranja en cualquier parte
del mundo esperándonos, mirando el mismo cielo cada día,
acercándonos el uno al otro con cada paso que damos. Juro que puedo
escuchar las risas de mi yo de dieciséis años. Prometen demasiado
sin ninguna garantía y con bastantes riesgos. Pero cuando los besos
queman sobre la piel y las dudas son solo creadas por el miedo, las
probabilidades se reducen.
Por
la tarde vuelvo a la misma fuente con mi cuaderno y el boli de
urgencia. Quizás haya recuperado la insipración: “Soy solo otra
aprendiz más de Platón. Solo una alumna a la que los árboles le
impiden ver el bosque. Pero puede que viendo la misma cuestión desde
otra perspectiva despeje las ramas que actúan como incertidumbre y
me de cuenta de donde estoy y admita hacia donde quiero ir.”
Alicia Salazar
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