Con el miedo pegado a los talones, corro
mirando fijamente al frente. Un paso detrás de otro. Cada vez más rápido,
aprovechando la tregua que me deja mi entrecortada respiración. Corazón de
colibrí, piernas que apenas tocan el suelo. Sobrevuelo las piedras, levantando
el polvo del camino con las puntas de los pies. Saco partido de los reflejos que
me regala la adrenalina y acepto al pánico como compañero de viaje. Procuro esquivar las ramas que me
impiden el paso. Hurgo en la noche e intento esconderme. Corriendo sin parar
porque los escucho. Los siento cada vez más cerca, escalofríos besándome la
nuca. Ya están aquí.
Un giro inesperado, un desnivel en
el terreno y caigo de bruces. Hinco las uñas en la tierra. Huele a humedad.
Sabe a callejón sin salida. El tiempo ha dejado de existir, no hay luz que me guíe.
Presa de la desesperación, trato de arrastrarme. Creo que estoy haciendo más
ruido del que debería, pero mis sentidos no me devuelven una imagen fiel de la
realidad. Todo aparece distorsionado, no encuentro fuerzas para seguir
moviéndome.
Oigo pasos cerca de mí. Me buscan y sé
que me van a encontrar. Siento los ojos secos a pesar de las lágrimas que bajan
quemándome la cara. Lloro sin control. Creo que estoy gritando, creo que pido
piedad. Piedad y perdón, aunque no sé por qué. ¿Por si hay alguien esperándome
al otro lado que me deba perdonar?
Ya están aquí. Tengo miedo y frío.
Todavía no me han tocado y ya soy un amasijo de carne. No existe nada dentro de
mí. Tampoco hay nada que me vaya a salvar. No quiero morir. Me agarran y dejo
de preguntarme por qué. Me abandono a la incertidumbre. Veo un destello.
Después, solo oscuridad. Ni rastro del miedo.
Djalí
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