Una
gota de agua recorre su brazo, lentamente, haciéndose notar. La
gota, ajena a todo, sólo entiende de fuerzas: la que le hace
deslizarse hacia abajo, la que le une a su piel y la que impide que
se volatilice y se desintegre en el frío aire que nada hace por
aliviar una situación que parece suspendida en aire, a punto de caer
y romper. Pocas veces nos percatamos de aquello que impide que
acabemos como pedazos de nosotros, como despojos de lo que un día
nos hizo sentir orgullo, acabando esos trozos unidos por parches y
remiendos de olvido o en el suelo, retorciéndose de dolor por lo que
fue o lo que pudo ser. Solemos llegar tarde. Casi siempre es
demasiado tarde para todo.
La
gota cae. Abandona su cuerpo para lanzarse al vacío. Como si huyera
de aquello que no llega a entender. Como si en un atisbo de lucidez
la locura del suicidio fuese la única consecuencia cuerda. Escapa de
lo que ha visto, escapa de sí misma hace dos míseros segundos,
cuando el abismo aún parecía lejano y no quiso hacer nada para
evitarlo.
La
piel de ella, pálida, ni siquiera está caliente. El abrazo de él
poco puede hacer. Su cuerpo lo había perdido absolutamente todo y él
tampoco tiene mucho que ofrecer. Y nada que sirva. Hunde su cabeza en
su cabello húmedo, y en el fondo encuentra su olor. Nunca más lo
olerá. Desaparecerá en el aire y en el tiempo y ¿qué será de él?
Una
nueva gota comienza su camino, perezosa, y será el aviso de que
habrá muchas más, de que habrá tormenta. Serán esta vez desde más
arriba y su recorrido, más corto, parecerá perderse para buscar ése
olor. La aprieta fuertemente y ella se deja, ¿qué va a hacer? Son
dos cuerpos entrelazados, abrazando un triste adiós.
Melo
No hay comentarios:
Publicar un comentario