Frío. Una vez más la gélida bocanada de aire proveniente
del más allá acaricia mi rostro para luego huir, llevándose consigo las
sonrisas del ayer. Mi espada, llena de súplicas, acaricia los labios de la
oscuridad, siendo relámpago en la tormenta, aullido en la luna llena. Los ojos
que sufrirán mañana el latir de otro amanecer se abren ante un campo de
cadáveres, cuerpos que hallaron la paz, almas que ya no vagarán en el vacío carnal.
Miedo. Avanzo entre la sangre, pisadas entre el
silencio y el quebranto del tiempo, mientras el tintineo provocado por el temblor
de mi mano sujetando el arma recuerda mi desgracia y agita mi maldita
respiración. Busco un atisbo de esperanza, una última oportunidad, una nueva
batalla perdida desde el comienzo, otro vago intento de felicidad.
Rabia. El peso del castigo me empuja contra la
vergüenza. Caigo de rodillas. Apenas puedo alzar la mirada más alto de lo que
hoy se hundió la niebla en este infierno. El olor del acero se perderá en los
últimos suspiros de aquellos que se arrodillarán ante mí. Siempre será así.
Ira. Alzo mi cólera contra el cielo. Desafía mi
garganta a un Dios vengativo y cruel, a un Señor de sumisos esclavos. Mi cuerpo
recordaría cada segundo de la batalla; mi sombra, la eternidad. Las heridas cicatrizarían, no así el corazón.
Pero regresaré entre cantos de victoria, envuelto en la felicidad más amarga,
sabiendo que nunca dormiré, dando la pelea más valiosa por perdida. Solo.
Desolación. Soy el juguete del sol. Soy la condena
del tiempo. Soy el dolor de la vida. Soy el peor de los pecados. Soy el mayor
de los errores. Soy la cabeza de una justicia decapitada. Soy invisible a la
muerte. Soy la mayor pena que un Dios puso al ángel caído.
Soy la eternidad.
Drizzt Beleren
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