Abro
la puerta y salgo. El sol me ciega. Me pongo las gafas. Echo la mano al
bolsillo y tanteo. Las llaves, el móvil… aquí. Saco un cigarro y lo enciendo.
Aspiro hasta que el humo me inunda los pulmones y pienso. Vida. Últimamente esa
palabra me ha dado mucho que pensar. De repente me da por reír. Quizá porque me
doy cuenta de la ironía del momento. Dicen que cada cigarro te roba treinta
segundos a mano armada. Cómo explicarle a mi médico que a mí el tabaco me ha
dado la vida. La conocí cigarro a cigarro.
Estaba
en la biblioteca. Como concentrarme nunca había sido mi fuerte, solía quedarme
hasta tarde. Las horas se me resbalaban entre los apuntes, la sala cada vez
estaba más vacía. Me estaba quitando la manía de morderme las uñas, así que
giraba el boli entre los dedos. Se me cayó. Me agaché. Me incorporé. Pasó.
Vaqueros, camiseta y ojeras hasta los tobillos. Secuestrada por los exámenes,
como yo. Se marchaba.
Incapaz
de hablarle o de sonreírle, salí a fumar para verla unos segundos más por si
eran los últimos. Apoyado en la pared, ella se alejaba. Se agarraba a mi retina
como la nicotina en mis dientes. Ni una triste mirada, y yo, animal herido,
tiré la colilla con desdén.
Doy
otra calada mientras sigo recordando.
Septiembre.
Mismos apuntes, misma mesa, mismo boli. Biblioteca hasta los topes. Salí a
fumar y la vi, casi me había olvidado de ella. Hizo caso omiso de mi presencia
y entró. No me lo podía creer cuando, instantes después, salió y me pidió
fuego. Un poco de conversación banal. Entramos. Había cogido sitio enfrente de
mí y yo no podía esperar a ofrecer mis plegarias a los dioses de septiembre
aquella noche. Así, empecé a conocerla, descanso a descanso, cigarro a cigarro.
Tercera
calada.
Por
fin había aprobado todo y, evidentemente, iba bastante borracho. Salí del bar y
escuché a alguien llorar. Ese bulto del portal de al lado era ella. Me acerqué:
“Hola, soy el chico de la biblioteca.
¿Estás bien?”. Era obvio que no y que yo era un idiota. A trompicones me
contó que la había dejado su novio. Conseguí mantenerme impasible y hasta puse
un poco de cara de pena. Era idiota pero no como para mostrar lo que realmente
sentía. Así que: “¿Quieres un piti?”.
“Sí, gracias”.
Cuarta
calada.
Empecé
químicas. Mis compañeros eran bastante inútiles y ya estaban preparando una
cena de clase. Me escapé a fumar. Ella. ¿Física? ¿En serio?
Quinta
calada
Me
aprendí sus horarios de memoria pero mis profesores parecían empeñados en
hacerme la vida imposible. Al final, harto, me salté una clase para coincidir
con ella. “¿Nos echamos un café y un
piti?”
Doy
la última calada al que será mi último cigarro. Hoy ha nacido Diego, nuestro
primer hijo. Piso la colilla. Sí, fumar me ha dado la vida pero no pienso
desperdiciar ni un segundo más de ella.
Djalí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario