miércoles, 19 de marzo de 2014

Entre las dunas de África

El silencio viaja volando con el quibli, rozando la arena y tocando el cielo. El quibli es este viento del norte africano que que me arropa todas las frías noches y me despierta cada calurosa mañana. Paso día tras día con este ambiente seco en algún rincón perdido del Sáhara perteneciente a Marruecos, pero yo estoy muy lejos de la civilización. Soy un ermitaño, un nómada árabe que tantea los cambios de estación, absorto del ajetreo de la vida moderna. Permanezco en un retiro espiritual con fecha de caducidad abierta. Yo solo con mi desaliñada barba, unos harapos y los pocos cacharros que poseo enrollados por las viejas telas recias que utilizo para montar mi tienda y que conforman mi hogar allí donde voy. No descarto volver a una comunidad algún día, quizás cuando ya no pueda mantenerme por mí mismo. A pesar de que la vejez me está atrapando a mis 52 años, todavía sobrevivo cazando conejos, usando calotropis de sodema como planta medicinal, viendo correr a los adax o descifrando a la luna cuando sale en los rojos atardeceres africanos mientras camino entre las dunas. Y así dejo las huellas que el viento borra.

Por supuesto, mi vida no ha sido siempre así. Lo curioso es que con el paso del tiempo aquí y allá siempre solo, voy olvidando mi pasado entre otros tantos como yo que nada tenían que ver conmigo. Lo único que es imborrable en mi memoria es la fisonomía de esa mujer. Samira era la incompatible mujer que me hacía estremecer con una sola mirada. Tan diferente a las chicas en las que me solía fijar en aquella época llena de juventud. Pertenecíamos a mundos distintos. Ella era de una familia adinerada, una mujer árabe distinguida, estudiante y la soltera que todos los empresarios esperaban conquistar. Pero yo, el pobre verdulero del mercado, la enamoré. Ella estaba asustada de lo que sentía por mí. Yo temblaba con cada encuentro. El día que la casaron con él, el ejecutivo vencedor, la perdí para siempre y me negué a volverme a enamorar. El dolor me quemaba por dentro. Escogí este modo de vida y no me arrepiento. Mi alma necesitaba calma y calma es lo que la soledad me dio.

Al principio no fue fácil. No sabía cómo utilizar todo lo que el Sáhara me ofrecía. Cada mañana la recordaba imaginándola con otro hombre, cada noche soñaba con ella. Me perdía en el desierto sin saber orientarme en mis nuevos destinos... Pero pronto aprendí cómo cazar, a identificar las plantas buenas que podía utilizar y las malas que debía evitar observando a los animales, el norte o el sur o el este o el oeste de este inmenso desierto, a saber la hora según la posición del sol y, sobre todo, a dejar de tenerla siempre en mente. Entendí que ella se había marchado para no volver. Aprendí a estar solo.

Ahora la vida pasa delante de mis ojos majestuosamente, como esas águilas imperiales que sobrevuelan el cielo del Magreb. Así me voy conociendo un poco más, aprendiendo de la sabiduría de la naturaleza, sin preocupaciones, admirando la magia que surge con las chispas de mi hoguera y que topan con las estrellas-las únicas que saben quien soy-descubriendo los secretos del desierto... ¿Cómo habría sido mi vida con Samira? ¿Más feliz? Puede ser. A veces pienso en ella cariñosamente y me gustaría volver solo para pedirle a él que me la cuide, pero luego vuelvo a la realidad con la arena bajo mis pies. Existo con la única conversación que la del universo conmigo, en paz, adquiriendo un conocimiento que no habría llegado a mí de ningún otro modo. Esta es solo una percepción distinta a la de los demás ciudadanos del mundo. Alá me destinó a la solitaria vida entre las dunas y yo accedí.

Alicia Salazar

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