El silencio viaja volando
con el quibli, rozando la arena y tocando el cielo. El quibli es este
viento del norte africano que que me arropa todas las frías noches y
me despierta cada calurosa mañana. Paso día tras día con este
ambiente seco en algún rincón perdido del Sáhara perteneciente a
Marruecos, pero yo estoy muy lejos de la civilización. Soy un
ermitaño, un nómada árabe que tantea los cambios de estación,
absorto del ajetreo de la vida moderna. Permanezco en un retiro
espiritual con fecha de caducidad abierta. Yo solo con mi desaliñada
barba, unos harapos y los pocos cacharros que poseo enrollados por
las viejas telas recias que utilizo para montar mi tienda y que
conforman mi hogar allí donde voy. No descarto volver a una
comunidad algún día, quizás cuando ya no pueda mantenerme por mí
mismo. A pesar de que la vejez me está atrapando a mis 52 años,
todavía sobrevivo cazando conejos, usando calotropis de sodema como
planta medicinal, viendo correr a los adax o descifrando a la luna
cuando sale en los rojos atardeceres africanos mientras camino entre
las dunas. Y así dejo las huellas que el viento borra.
Por supuesto, mi vida no
ha sido siempre así. Lo curioso es que con el paso del tiempo aquí
y allá siempre solo, voy olvidando mi pasado entre otros tantos como
yo que nada tenían que ver conmigo. Lo único que es imborrable en
mi memoria es la fisonomía de esa mujer. Samira era la incompatible
mujer que me hacía estremecer con una sola mirada. Tan diferente a
las chicas en las que me solía fijar en aquella época llena de
juventud. Pertenecíamos a mundos distintos. Ella era de una familia
adinerada, una mujer árabe distinguida, estudiante y la soltera que
todos los empresarios esperaban conquistar. Pero yo, el pobre
verdulero del mercado, la enamoré. Ella estaba asustada de lo que
sentía por mí. Yo temblaba con cada encuentro. El día que la
casaron con él, el ejecutivo vencedor, la perdí para siempre y me
negué a volverme a enamorar. El dolor me quemaba por dentro. Escogí
este modo de vida y no me arrepiento. Mi alma necesitaba calma y
calma es lo que la soledad me dio.
Al principio no fue
fácil. No sabía cómo utilizar todo lo que el Sáhara me ofrecía.
Cada mañana la recordaba imaginándola con otro hombre, cada noche
soñaba con ella. Me perdía en el desierto sin saber orientarme en
mis nuevos destinos... Pero pronto aprendí cómo cazar, a
identificar las plantas buenas que podía utilizar y las malas que
debía evitar observando a los animales, el norte o el sur o el este
o el oeste de este inmenso desierto, a saber la hora según la
posición del sol y, sobre todo, a dejar de tenerla siempre en mente.
Entendí que ella se había marchado para no volver. Aprendí a estar
solo.
Ahora la vida pasa
delante de mis ojos majestuosamente, como esas águilas imperiales
que sobrevuelan el cielo del Magreb. Así me voy conociendo un poco
más, aprendiendo de la sabiduría de la naturaleza, sin
preocupaciones, admirando la magia que surge con las chispas de mi
hoguera y que topan con las estrellas-las únicas que saben quien
soy-descubriendo los secretos del desierto... ¿Cómo habría sido mi
vida con Samira? ¿Más feliz? Puede ser. A veces pienso en ella
cariñosamente y me gustaría volver solo para pedirle a él que me
la cuide, pero luego vuelvo a la realidad con la arena bajo mis pies.
Existo con la única conversación que la del universo conmigo, en
paz, adquiriendo un conocimiento que no habría llegado a mí de
ningún otro modo. Esta es solo una percepción distinta a la de los
demás ciudadanos del mundo. Alá me destinó a la solitaria vida
entre las dunas y yo accedí.
Alicia Salazar
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