viernes, 25 de abril de 2014

Bulevar



Hace un día precioso para dar un paseo, pero había olvidado el esguince que me hice hace unos días. Resignado, he cogido la bolsa y me he ido a coger el cercanías. La verdad es que quería ir andando para no tener que sostener la mirada de nadie durante más de dos segundos. Mi único consuelo es que, al parecer, el Destino cree que hoy me he portado bien (por extraño que parezca) y me ha recompensado con un vagón vacío. Hoy no me apetecía abrir ningún libro, la perspectiva de lo que me espera ha guiado mis ojos hacia la ventanilla.  El bulevar de la Revolución contrasta con mi estado de ánimo, está más bonito que nunca. Miro mi muñeca y el reloj incrustado me indica que ya es junio. Quizá eso explique toda esta luz. Sí, las flores encajan.

Al llegar a la plaza de la Novedad, dos hombres se suben a mi compartimento y toman asiento. Ambos son altos y morenos. Se mueven gráciles, uno se quita la americana con una feminidad muy alejada de mis piernas abiertas y mi postura relajada. Parecen no haber dedicado ni medio segundo a mirarme y eso me tranquiliza. Se dan la mano, se sonríen y se besan. Por fin, mi mirada intrusiva y llena de envidia llama su atención. Parece que algo les hace percatarse de mi condición y mis celos rebotan en sus facciones, mutando y devolviéndome un rayo de desprecio. No hago mención de moverme. Los labios del grácil, retorciéndose con asco, dan luz a una sola palabra: vámonos.

Hace algunos años este tipo de reacción habría tenido algún efecto sobre mí. Habría pedido perdón, habría salido corriendo, les habría dado un puñetazo. La vida me ha enseñado…me ha obligado a permanecer inmóvil. Desde el instituto, desde que mis madres me decían «por favor, cariño, no mires así a las chicas. Les haces sentir incómodas». He soportado tantos insultos, tantos golpes, he perdido a tantas personas al confesar lo que soy. Intenté esconderlo, cambiarlo, convencerme de que es cuestión de elección. Hasta que la conocí. Fue por casualidad. Iba a entregar unos papeles a la universidad y me ayudó a rellenarlos. Hubo una conexión casi inmediata. Pasaron meses hasta que me enteré de que no trabajaba en la secretaría, sino que era profesora de Historia. Por supuesto, no éramos más que amigos, buenos amigos. Me gustaba tanto estar con ella que fingí como jamás lo había hecho. Qué cara debió de quedárseme cuando, durante aquella cena, sacó un libro de su bolso, lo puso con dulzura sobre la mesa y, sin mirarme, lo empujó hacia mí. Antes de que pudiese abrirlo, me dijo que esperase. «Sabes que las cosas antes no eran así, pero tampoco sabes mucho más. Espero verte la semana que viene». Después, se levantó y se fue.

Aquella misma noche devoré el libro. Las páginas se me escurrían entre los dedos, las letras bailaban ante mis ojos perplejos. Contaba una historia de amor narrada por un hombre. Un amor puro y natural, que fluía entre dos almas. Un amor entre ese hombre y una mujer. Un amor, para mi sorpresa, aceptado y celebrado. Un amor normal. Devoré el libro con demasiada rapidez, no pude digerirlo inmediatamente. Las ideas se me agolpaban, querían salir de mi cabeza. Aquel libro debía de ser antiquísimo y, además, una aberración. ¿Cuántos ejemplares habría? Claro, este debía de ser propiedad del departamento de Historia.

En el colegio nos habían explicado, como si de algo vergonzoso se tratase, que antes los hombres y las mujeres mantenían relaciones sexuales para concebir hijos. Por supuesto, nuestros profesores se sacudían esa parte de la punta de la lengua en cuanto podían, como si la simple idea ardiese. Pasaban rápidamente a contarnos cómo, gracias al Destino, la ciencia nos había proporcionado la inseminación artificial y había hecho posible abolir y prohibir aquellas relaciones antinaturales, enfermizas… Sin embargo, lo que acababa de leer no parecía cuadrar. Aquellas páginas no describían una relación tortuosa, forzada, encaminada solamente a la supervivencia de la especie humana. Durante el resto de la semana busqué entre las comas algún signo que evidenciase la presencia de otro hombre en la sombra, haciendo posible que el autor tolerase una vida tan miserable… No lo encontré. Confuso, me preguntaba cómo habría descubierto mi secreto y por qué no me había denunciado.

A la semana siguiente, acudí a nuestra cita de siempre con el libro bajo el brazo, seguro de que ella no aparecería. Pero apareció, con una sonrisa trémula que no supe interpretar. Entramos al restaurante. Me dijo que lo había sabido desde la primera vez que nos vimos, que a ella —bajó la voz— no le gustaban las mujeres, que quería enseñarme algo. Pagamos la cuenta y fuimos a su casa. Abrió una habitación que resultó ser una biblioteca enorme, llena de libros antiguos. Me dijo que cogiese cualquiera de ellos. Pasamos la noche leyendo. Poemas de hombres que querían hacer el amor a una mujer, relatos de mujeres que declaraban su amor incondicional a un joven. Historias de pasiones, de relaciones tortuosas, de cariño, de celos… hombres y mujeres, mujeres y hombres, mujeres y mujeres, hombres y hombres… ¿En qué momento había cambiado todo aquello? ¿Por qué llevo toda la vida sufriendo por algo que soy? Nos besamos e hicimos el amor.

Hoy hace más o menos quince años de aquello. Hemos estado quince años juntos, en secreto. Me presentó a personas que encuentran nuestros gustos naturales, los compartiesen o no. Hace un mes, planeando una de nuestras reuniones clandestinas, la detuvieron. Ayer la ejecutaron.
 
Por fin llega mi parada. Me están esperando los demás, cada uno con una bolsa en la mano. Creo que el bulevar se va a llenar de humo esta noche y siento pena por las flores.
Djalí

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