Hace un día precioso para dar un
paseo, pero había olvidado el esguince que me hice hace unos días. Resignado,
he cogido la bolsa y me he ido a coger el cercanías. La verdad es que quería ir
andando para no tener que sostener la mirada de nadie durante más de dos
segundos. Mi único consuelo es que, al parecer, el Destino cree que hoy me he
portado bien (por extraño que parezca) y me ha recompensado con un vagón vacío.
Hoy no me apetecía abrir ningún libro, la perspectiva de lo que me espera ha guiado mis ojos hacia la ventanilla. El bulevar de la Revolución contrasta con mi
estado de ánimo, está más bonito que nunca. Miro mi muñeca y el reloj
incrustado me indica que ya es junio. Quizá eso explique toda esta luz. Sí, las
flores encajan.
Al llegar a la plaza de la Novedad, dos
hombres se suben a mi compartimento y toman asiento. Ambos son altos y morenos. Se mueven gráciles, uno se quita la americana con una feminidad muy
alejada de mis piernas abiertas y mi postura relajada. Parecen no haber
dedicado ni medio segundo a mirarme y eso me tranquiliza. Se dan la mano, se
sonríen y se besan. Por fin, mi mirada intrusiva y llena de envidia llama su
atención. Parece que algo les hace percatarse de mi condición y mis celos rebotan
en sus facciones, mutando y devolviéndome un rayo de desprecio. No hago mención
de moverme. Los labios del grácil, retorciéndose con asco, dan luz a una sola
palabra: vámonos.
Hace algunos años este tipo de
reacción habría tenido algún efecto sobre mí. Habría pedido perdón, habría
salido corriendo, les habría dado un puñetazo. La vida me ha enseñado…me ha
obligado a permanecer inmóvil. Desde el instituto, desde que mis madres me
decían «por favor, cariño, no mires así a las chicas. Les haces sentir
incómodas». He soportado tantos insultos, tantos golpes, he perdido a tantas
personas al confesar lo que soy. Intenté esconderlo, cambiarlo, convencerme de
que es cuestión de elección. Hasta que la conocí. Fue por casualidad. Iba a entregar
unos papeles a la universidad y me ayudó a rellenarlos. Hubo una conexión casi
inmediata. Pasaron meses hasta que me enteré de que no trabajaba en la secretaría,
sino que era profesora de Historia. Por supuesto, no éramos más que amigos,
buenos amigos. Me gustaba tanto estar con ella que fingí como jamás lo había
hecho. Qué cara debió de quedárseme cuando, durante aquella cena, sacó un libro
de su bolso, lo puso con dulzura sobre la mesa y, sin mirarme, lo empujó hacia
mí. Antes de que pudiese abrirlo, me dijo que esperase. «Sabes que las cosas
antes no eran así, pero tampoco sabes mucho más. Espero verte la semana que
viene». Después, se levantó y se fue.
Aquella misma noche devoré el libro.
Las páginas se me escurrían entre los dedos, las letras bailaban ante mis ojos
perplejos. Contaba una historia de amor narrada por un hombre. Un amor puro y
natural, que fluía entre dos almas. Un amor entre ese hombre y una mujer. Un
amor, para mi sorpresa, aceptado y celebrado. Un amor normal. Devoré el libro con demasiada rapidez, no pude digerirlo
inmediatamente. Las ideas se me agolpaban, querían salir de mi cabeza. Aquel
libro debía de ser antiquísimo y, además, una aberración. ¿Cuántos ejemplares
habría? Claro, este debía de ser propiedad del departamento de Historia.
En el colegio nos habían explicado,
como si de algo vergonzoso se tratase, que antes los hombres y las mujeres
mantenían relaciones sexuales para concebir hijos. Por supuesto, nuestros
profesores se sacudían esa parte de la punta de la lengua en cuanto podían,
como si la simple idea ardiese. Pasaban rápidamente a contarnos cómo, gracias
al Destino, la ciencia nos había proporcionado la inseminación artificial y
había hecho posible abolir y prohibir aquellas relaciones antinaturales,
enfermizas… Sin embargo, lo que acababa de leer no parecía cuadrar. Aquellas
páginas no describían una relación tortuosa, forzada, encaminada solamente a la
supervivencia de la especie humana. Durante el resto de la semana busqué entre
las comas algún signo que evidenciase la presencia de otro hombre en la sombra,
haciendo posible que el autor tolerase una vida tan miserable… No lo encontré.
Confuso, me preguntaba cómo habría descubierto mi secreto y por qué no me
había denunciado.
A la semana siguiente, acudí a
nuestra cita de siempre con el libro bajo el brazo, seguro de que ella no
aparecería. Pero apareció, con una sonrisa trémula que no supe interpretar.
Entramos al restaurante. Me dijo que lo había sabido desde la primera vez que
nos vimos, que a ella —bajó la voz— no le gustaban las mujeres, que quería
enseñarme algo. Pagamos la cuenta y fuimos a su casa. Abrió una habitación que
resultó ser una biblioteca enorme, llena de libros antiguos. Me dijo que
cogiese cualquiera de ellos. Pasamos la noche leyendo. Poemas de hombres que
querían hacer el amor a una mujer, relatos
de mujeres que declaraban su amor
incondicional a un joven. Historias de pasiones, de relaciones tortuosas, de
cariño, de celos… hombres y mujeres, mujeres y hombres, mujeres y mujeres,
hombres y hombres… ¿En qué momento había cambiado todo aquello? ¿Por qué llevo
toda la vida sufriendo por algo que soy?
Nos besamos e hicimos el amor.
Hoy hace más o menos quince años de
aquello. Hemos estado quince años juntos, en secreto. Me presentó a personas
que encuentran nuestros gustos naturales, los compartiesen o no. Hace un mes, planeando
una de nuestras reuniones clandestinas, la detuvieron. Ayer la ejecutaron.
Por fin llega mi parada. Me están
esperando los demás, cada uno con una bolsa en la mano. Creo que el bulevar se
va a llenar de humo esta noche y siento pena por las flores.
Djalí
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