Duerme la ciudad bajo la íntima luz de una luna que
hoy parece perderse en el difuminado dibujo del firmamento. La oscuridad se
esconde en el alma de una vela que resiste a apagarse, en una vieja melodía que
recorre las paredes de la habitación; que recorre las paredes de su corazón.
Las estrellas arden allí a lo lejos, demasiado dolor ensucia sus sentidos como
para ser testigo de la maraña celestial.
Su piel, el frío roce de las mentiras, el cálido
sudor que alimenta la rabia; su piel. Dos crudas manos imponen el ritmo del
reloj, el tictac suena a delicia de un solo corazón en un juego de dos. Sus
labios niegan la verdad, maldicen las miradas de unos ojos malditos que se
pierden entre la frontera del goce y el remordimiento. Y su mente vuela, escapa
de la prisión de su rutina, lejos, muy lejos.
Sobrevive en la trinchera de la vida, adeudando su
juventud para poder permitirse el tan solo respirar. En este mundo de locos y
enfermos, su cuerpo es la víctima del tráfico de sentimientos, de una
esclavitud silenciada. Y su silencio, lleno de gemidos ajenos, de repulsiva
lujuria y de abominable pasión, le acoge en las mañanas tristes donde el sol no
transforma en rosas el pan prostituido de la encimera.
Ahora ella recuerda, entre lágrimas de papel y la
tristeza del placer, el aroma del fracaso que le hizo perder la inocencia que
alimentaba las noches de verano, aquellas en las que mirando al cielo soñaba
con el amor de su vida.
Drizzt
Beleren
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