Me resulta demasiado fácil revivir cada
detalle del día que empecé a trabajar en la estación. Tenía 22 años y una
ingenuidad legendaria. Recuerdo mi fingida seguridad al estrechar la mano de mi
jefe y su traje impecable. Recuerdo conocer a mi compañero, Alfredo, y pensar
que, el que sería el mejor hombre que jamás haya conocido, era un auténtico imbécil.
Vender billetes de tren día tras día
en la estación de un pequeño pueblo puede parecer insulso. Sin embargo, yo era
todo ganas, todo ilusión, y lo seguiría siendo durante cuarenta años. Era mi
primer día, pero yo conocía todos los rincones de esa estación.
Desde bien pequeño encontré cierto
magnetismo en la estación. Vivía con mis padres y mis cuatro hermanas. Desde
que tengo uso de razón, cada vez que me apetecía huir de la presión familiar me
iba a pasear. Nunca he tenido muchos amigos y aquí tampoco había mucho que
hacer. Sin embargo, estamos en medio de varias grandes ciudades y muchos trenes
hacen paradas en nuestra estación.
Al principio, iba solo. No hacía
nada en concreto. Me sentaba en algún andén, con los pies colgando de uno de
esos bancos grises que quitaron hace unos años. Nada concreto llamaba mi
atención y tampoco iba allí a pensar, pero siempre había algo que me hacía
volver. Un día eran las baldosas azul grisáceo que no me había dado tiempo a
contar si quería llegar a tiempo a cenar. Otro día era para repasar los precios
de los billetes, por si se me olvidaban. Al siguiente, me pillaba de camino al
volver de la escuela.
Así, empecé a pasar todos los días
allí. Un día, una niña se sentó a mi lado. La reconocí al instante: era la hija
del profesor de álgebra. Todo el mundo la odiaba. Yo también, por supuesto. No
sabía dónde meterme cuando se acercó e intenté rechazarla con la mirada, como hacía
con mis hermanas. Implacable, siguió caminando hacia mí. Os mentiría si dijese
que la eché, o que me levanté y me fui. Nos quedamos quietos, sin hablar, hasta
que llegó la hora de irnos a casa. Nos separamos sin mediar palabra.
Al día siguiente, ahí estaba. Otra
vez. Qué pesada. Y así día tras día. Al final, el silencio incómodo de las
primeras semanas dio paso a sus comentarios breves y me atrevería a decir que
ingeniosos. Sobre esa señorona elegante que bajaba del tren de las cinco. Sobre
aquel chiquillo que se había tropezado con la maleta verde y sobre el conductor
de los jueves, que se hurgaba la nariz con insistencia. Me empeñé durante meses
en no contestarle, pero sus preguntas pudieron conmigo y terminamos formulándolas
juntos. ¿Quiénes eran? ¿Hacia dónde viajaban? ¿De qué trabajaban? Terminábamos inventando
historias para cada uno de los pasajeros que cambiaban de tren en nuestra
estación. Sí, ya era nuestra. Al principio, papás que volvían de hacer grandes
negocios. Conforme crecimos, se convirtieron en filósofos y autores de teatro.
Por nuestra estación pasaron amantes de fin de semana, modistas de renombre, niñitos huérfanos,
soldados, escritores que iban a documentarse, domadores de leones que habían
escapado del circo y, por supuesto, criminales internacionales.
Atesorábamos cada detalle, soñando
con la vida que había más allá de la estación y, a veces, ella reunía el valor para
preguntarles quiénes eran mientras yo observaba muerto de vergüenza sentado en
el banco. La mayoría nos ignoraba y seguía su camino, apurando el cigarrillo,
pero algunos nos regalaban una carcajada, un insulto e incluso una respuesta.
Los demás nunca supieron que éramos
amigos, como si reconocernos fuera de la estación fuese a explotar esa burbuja
que habíamos creado. Hicimos planes. Algún día alguien, en alguna estación, se
preguntaría quiénes éramos. Viviríamos las vidas que habíamos soñado para los
viajeros.
Al final, solo viajó ella. Yo no
estaba hecho de esa pasta. Solo servía para crear vidas ajenas y, quizá, para mirar
desde el andén. Nos despedimos en silencio sentados en el banco. Al día
siguiente, pedí trabajo en la estación.
Aquí, todo sigue igual y yo nunca me
he arrepentido. Lo único que ha cambiado es mi lugar favorito: ya no es el
banco, sino las postales que me envía y que cuelgo en la taquilla. Ella se
preocupa y yo le envío: «No te preocupes. Viajo todos los días, con cada
billete que vendo».
Djalí
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