viernes, 4 de abril de 2014

La estación



Me resulta demasiado fácil revivir cada detalle del día que empecé a trabajar en la estación. Tenía 22 años y una ingenuidad legendaria. Recuerdo mi fingida seguridad al estrechar la mano de mi jefe y su traje impecable. Recuerdo conocer a mi compañero, Alfredo, y pensar que, el que sería el mejor hombre que jamás haya conocido, era un auténtico imbécil.

Vender billetes de tren día tras día en la estación de un pequeño pueblo puede parecer insulso. Sin embargo, yo era todo ganas, todo ilusión, y lo seguiría siendo durante cuarenta años. Era mi primer día, pero yo conocía todos los rincones de esa estación.

Desde bien pequeño encontré cierto magnetismo en la estación. Vivía con mis padres y mis cuatro hermanas. Desde que tengo uso de razón, cada vez que me apetecía huir de la presión familiar me iba a pasear. Nunca he tenido muchos amigos y aquí tampoco había mucho que hacer. Sin embargo, estamos en medio de varias grandes ciudades y muchos trenes hacen paradas en nuestra estación.

Al principio, iba solo. No hacía nada en concreto. Me sentaba en algún andén, con los pies colgando de uno de esos bancos grises que quitaron hace unos años. Nada concreto llamaba mi atención y tampoco iba allí a pensar, pero siempre había algo que me hacía volver. Un día eran las baldosas azul grisáceo que no me había dado tiempo a contar si quería llegar a tiempo a cenar. Otro día era para repasar los precios de los billetes, por si se me olvidaban. Al siguiente, me pillaba de camino al volver de la escuela.

Así, empecé a pasar todos los días allí. Un día, una niña se sentó a mi lado. La reconocí al instante: era la hija del profesor de álgebra. Todo el mundo la odiaba. Yo también, por supuesto. No sabía dónde meterme cuando se acercó e intenté rechazarla con la mirada, como hacía con mis hermanas. Implacable, siguió caminando hacia mí. Os mentiría si dijese que la eché, o que me levanté y me fui. Nos quedamos quietos, sin hablar, hasta que llegó la hora de irnos a casa. Nos separamos sin mediar palabra.

Al día siguiente, ahí estaba. Otra vez. Qué pesada. Y así día tras día. Al final, el silencio incómodo de las primeras semanas dio paso a sus comentarios breves y me atrevería a decir que ingeniosos. Sobre esa señorona elegante que bajaba del tren de las cinco. Sobre aquel chiquillo que se había tropezado con la maleta verde y sobre el conductor de los jueves, que se hurgaba la nariz con insistencia. Me empeñé durante meses en no contestarle, pero sus preguntas pudieron conmigo y terminamos formulándolas juntos. ¿Quiénes eran? ¿Hacia dónde viajaban? ¿De qué trabajaban? Terminábamos inventando historias para cada uno de los pasajeros que cambiaban de tren en nuestra estación. Sí, ya era nuestra. Al principio, papás que volvían de hacer grandes negocios. Conforme crecimos, se convirtieron en filósofos y autores de teatro. Por nuestra estación pasaron amantes de fin de semana, modistas de renombre, niñitos huérfanos, soldados, escritores que iban a documentarse, domadores de leones que habían escapado del circo y, por supuesto, criminales internacionales.

Atesorábamos cada detalle, soñando con la vida que había más allá de la estación y, a veces, ella reunía el valor para preguntarles quiénes eran mientras yo observaba muerto de vergüenza sentado en el banco. La mayoría nos ignoraba y seguía su camino, apurando el cigarrillo, pero algunos nos regalaban una carcajada, un insulto e incluso una respuesta.

Los demás nunca supieron que éramos amigos, como si reconocernos fuera de la estación fuese a explotar esa burbuja que habíamos creado. Hicimos planes. Algún día alguien, en alguna estación, se preguntaría quiénes éramos. Viviríamos las vidas que habíamos soñado para los viajeros. 

Al final, solo viajó ella. Yo no estaba hecho de esa pasta. Solo servía para crear vidas ajenas y, quizá, para mirar desde el andén. Nos despedimos en silencio sentados en el banco. Al día siguiente, pedí trabajo en la estación.

Aquí, todo sigue igual y yo nunca me he arrepentido. Lo único que ha cambiado es mi lugar favorito: ya no es el banco, sino las postales que me envía y que cuelgo en la taquilla. Ella se preocupa y yo le envío: «No te preocupes. Viajo todos los días, con cada billete que vendo».
 Djalí

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