El semáforo se puso en verde y echó
a andar, mostrándose mucho más resuelta de lo que en realidad se sentía. Calculaba
que llegaría con tiempo suficiente para pensar antes de que su hija saliese de
la oficina. Solía esperarla sentada en frente del edificio, en una cafetería
tranquila. Susana siempre decía que le encantaba por el té que servían, que a
nadie más le gustaba ir ahí y ella le correspondía con una leve sonrisa que, a
pesar de sus intentos, no conseguía ocultar una mirada condescendiente.
Sabía que le gustaba quedar con ella
para coger una hora y quitársela a sus hijos, a su marido y dársela a todo lo
que había sido antes: rendirse, quitarse la máscara de seguridad y hablar,
dudar, pedir consejo. También sabía que su hija, orgullosa y responsable, jamás
lo reconocería. A ella tampoco le molestaba, desde luego. Al fin y al cabo, las
tardes en aquel sofá eran hermanas de los buenos recuerdos, manuales sobre la
construcción de una relación con los hijos más allá de los treinta. Antonio, el
camarero, había sido testigo junto a ellas de las mejores noticias: la boda,
los embarazos, los contratos de trabajo. También habían pasado con ese té los
peores tragos.
Aquel día estaba nerviosa. Sentía un
hormigueo en el estómago… no, más bien eran punzadas de dolor, como tener
ortigas por dentro. Al llegar, saludó a Antonio con un gesto de la mano, se
quitó el abrigo y lo dejó en su sitio habitual. Susana no tardó en llegar.
—
Hola, mamá. — dijo, mientras le daba dos besos—
Estoy cansadísima. Antonio, un té verde, muchas gracias. ¿Tú qué tal?
—
Bien, cariño. ¿Todo bien en el trabajo? ¿Y Jesús
qué tal? ¿Le ha bajado la fiebre?
—
Sí, sí. Lo he tenido que dejar con mi suegra
porque no podía ir al cole así…
—
Pobrecito mío, ¡habérmelo dicho!
—
Tranquila. ¿Pero tú qué tal?
—
Bien, bien.
—
¿Te pasa algo?
—
Bueno… estoy bien pero te quería contar una
cosa.
—
Claro, dime.
Se hizo un silencio. No era un silencio
incómodo, sino que anunciaba algo. Nunca había visto a su madre callada durante
más de treinta segundos, salvo en misa y cuando le contó…
—
Mamá, ¿te ha dicho algo el médico?
—
¡No! No, por Dios. No es nada de eso.
—
¡Pues no te quedes callada! La última vez que lo
hiciste… papá…
—
Ya, ya. Lo siento, cariño. Pero ahora que dices
lo de tu padre…
—
¿Sí?
Se hizo el silencio una vez más.
— Verás, Susana. Tu padre murió hace diez años y,
desde entonces, me he sentido muy sola. Ahora he conocido a alguien. No lo
malinterpretes, tu padre es el hombre de mi vida y lo seguiré queriendo siempre…—
escupía las palabras a trompicones — Este hombre es... no es alguien al uso. Yo
ya estoy muy mayor para echarme un novio de esos. Él es un amigo, ¿sabes? Puede
que tú no lo entiendas, que te choque. Todos necesitamos amigos, ¿no? Y a mí ya
no me quedan muchos. Desde que le conozco tengo ganas de vivir otra vez. No es
un amor intenso ni apasionado… no, nada de eso. Pero nos pasan cosas, nos
hacemos compañía. Él me escucha y no me siento una carga. Además, tenemos unos
gustos muy parecidos y él es un hombre muy culto, muy interesante… ¿Sabes? Nos
conocimos hace unos meses. Al principio me sentía culpable pero luego pensé que
a tu padre le hubiera gustado que tuviese amigos, fuesen quienes fuesen… Así
que empezamos a vernos más. ¿Sabes? Vamos tanto al cine y a cenar que casi no
me da la pensión… ¡y me encanta! Es precioso sentirse acogida por alguien otra
vez. ¡Ay cariño! Pero, ¿por qué lloras? Dime algo…
—
Antonio, deja lo del té y saca champán o algo, que
hoy estamos de celebración. Espera aquí un momentito que llamo a casa a decir que
no me esperen a cenar.
Djalí
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