domingo, 6 de abril de 2014

Volar.

Cogió su mano y se dejó llevar.
Voló por el cielo claro y tranquilo, intentando no pensar. No había límites ni grilletes y notaba el viento en su piel.
Un viaje a ninguna parte. Un viaje a ningún lugar.
Con los ojos cerrados, pues se veía sin mirar, imaginó otro universo, uno menos cruel.
Le abrazaba y sonreía mientras dejaba su mente divagar.
Ahí arriba todo era perfecto y flotaba en calma. Otros viajeros le saludaban y le decían palabras de sabor a miel.
Se juntaba y separaba, pero siempre con la misma felicidad.
No hacía falta comer ni beber, ni siquiera dormir, pues vivía satisfecho y el aire parecía nutrirlo bien.
Ni reglas ni normas, ni nada que obrar.
Un buen día llegó la abulia y se dejó notar. Flotando en una nube de nada, se perdió.
Ya no quería hacer nada, pues nada había que querer.
El pecho le comprimía, y la cabeza le daba vueltas, le empezaba a marear la idea de dejarse llevar.
Empezó a caer en picado de repente. Nada le sostenía, y nada le oiría gritar.
La caída, casi eterna, le dio tiempo a pensar.
Durante un momento se sintió tranquilo y seguro en la caída, como un paso más en su andar.
Poco a poco empezó a frenarse, de una manera armónica y suave, hasta llegar al final.
Dejó posar su pie en el suelo, justo donde todo empezó, dio un paso y comenzó a caminar.
Se dio cuenta que tenía hambre y sueño. Se dio cuenta que el mundo había cambiado, y que se había quedado atrás.
Seguro y decidido, se juró no volver a volar.

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