Para ella, los meses de invierno
eran el infierno. Un infierno llevadero y escogido, donde las llamas que la
devoraban tenían forma de noche repentina y de rutina marital. Al llegar la primavera,
el cambio de hora traía un regalo en la mochila. ¿Nunca os ha dado la sensación
de que atardece más lentamente? Como si al sol también le diese pereza irse a
casa, como si tuviese que dejar esa cerveza a medio beber en una terraza porque
mañana hay clase.
Para ella, el cambio de hora era la
excusa. Una excusa fácil y lógica, donde entraban en juego el buen tiempo y la celebérrima
operación bikini. Al llegar la primavera, cuando empezaba a anochecer se iba a
correr. ¿Acaso no sospechaba su marido de la sonrisa que anudaba su coleta?
Como si no se diese cuenta de que el resto del año no hacía absolutamente nada,
como si pensase que a ella le importaba algo el bikini.
A estas alturas resulta demasiado
fácil atar cabos, ¿verdad? Para ella, el ocaso era la coartada.
El primer día de ese año, caminó por
el paseo marítimo con toda la naturalidad de la que fue capaz. Maldijo su
costumbre de no llevar gafas de sol hasta bien entrado el verano y se preguntó
si a él le molestaría tanto ese resol mientras conducía. Antes de girar la
última esquina, hizo una reverencia ante el retrovisor de un coche para
soltarse la coleta. Se dedicó una última sonrisa coqueta y continuó su camino.
Él solía esperarla con el coche
aparcado en una calita de piedras. En realidad odiaba ese lugar que apestaba a
humedad, pero era discreto y, a fuerza de acudir ahí durante casi tres años, se
había medio acostumbrado. La mayor parte de las veces, lo encontraba leyendo un
libro cualquiera para no cuestionarse los motivos que lo llevaban ahí, para
evitar meter primera y huir de ahí. Para no intentar comprender por qué hacía
aquello.
Solía encontrarlo leyendo un libro
cualquiera hasta que, al atardecer de aquel primer día de ese año, solo encontró
el coche vacío y su ropa, cuidadosamente plegada sobre el asiento del copiloto.
Djalí
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