viernes, 21 de noviembre de 2014

Del Ego.

Joaquín llegó acompañado por un funcionario a la puerta de su celda. Corría el año 1964.

Las palabras “vago y maleante” resonaban en su cabeza. “Otro eufemismo, como todo en este régimen…país de malnacidos”. La tercera galería de la cárcel de Carabanchel, reservada para presos políticos y homosexuales, era un pasillo de unos 700 metros de largo, con cuatro pisos de celdas a cada lado.
Su celda, un espacio minúsculo, desprendía un fuerte aroma a humedad. Las paredes de hormigón parecían burlarse de cualquier aspiración a una estancia digna. El techo estaba plagado de humedades. Con cada intento de respirar, un batallón de motas de polvo se precipitaba a entrar por sus fosas nasales y desaparecía con un regusto ácido. Todo en esa estancia rezumaba decadencia, apestaba a nostalgia.

La perspectiva de pasar allí más de cinco minutos le resultó insoportable.

Un único ventanuco dejaba entrar la tenue luz del crepúsculo. Las rejas proyectaban sombras alargadas sobre el suelo sucio.

Joaquín se sentó en el catre situado junto a la pared izquierda y escuchó las instrucciones del funcionario. Dudó de la capacidad de esos cuatro hierros oxidados para aguantar su peso. La puerta se cerró con un golpe seco.

 Una vez a solas, una impotencia casi palpable sobrevoló la habitación. Cada exhalación chocaba contra los muros, cada movimiento hacía rechinar los muelles bajo el raquítico colchón.

La única pertenencia que le habían permitido quedarse descansaba apoyada sobre la mesa en el extremo opuesto de la celda. Dos mujeres sonrientes le observaban desde una de sus fotografías, congeladas y ajenas a su desgracia. Ni rastro de objetos punzantes, ni siquiera un bolígrafo.  Al lado de la mesa, solo un bloque de hormigón agujereado, parodia de retrete. Ni ducha ni lavabo.

Alguien había pintado, Dios sabe con qué, unas iniciales en la pared. Se preguntó de quién podrían ser, qué habría hecho ese pobre desgraciado para acabar allí.

La soledad se apoderó de él. Sin posibilidad de escapar, todo pensamiento era amargo. De repente, el techo le parecía demasiado bajo; las sábanas, demasiado ásperas y el silencio, demasiado espeso.

En un esfuerzo por mantenerse cuerdo, intentó ponerse cómodo pero los muelles del colchón se le clavaban en la espalda. Quiso entretenerse pero no supo cómo. Trató de dormir pero fue incapaz de relajarse.

Con la boca seca y las manos temblorosas, se dedicó a contar las motas de polvo que bailaban con los últimos rayos de sol.

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