Joaquín
llegó acompañado por un funcionario a la puerta de su celda. Corría el año
1964.
Las palabras
“vago y maleante” resonaban en su cabeza. “Otro eufemismo, como todo en este
régimen…país de malnacidos”. La tercera galería de la cárcel de Carabanchel,
reservada para presos políticos y homosexuales, era un pasillo de unos 700
metros de largo, con cuatro pisos de celdas a cada lado.
Su celda, un
espacio minúsculo, desprendía un fuerte aroma a humedad. Las paredes de
hormigón parecían burlarse de cualquier aspiración a una estancia digna. El
techo estaba plagado de humedades. Con cada intento de respirar, un batallón de
motas de polvo se precipitaba a entrar por sus fosas nasales y desaparecía con
un regusto ácido. Todo en esa estancia rezumaba decadencia, apestaba a
nostalgia.
La
perspectiva de pasar allí más de cinco minutos le resultó insoportable.
Un único
ventanuco dejaba entrar la tenue luz del crepúsculo. Las rejas proyectaban
sombras alargadas sobre el suelo sucio.
Joaquín se
sentó en el catre situado junto a la pared izquierda y escuchó las
instrucciones del funcionario. Dudó de la capacidad de esos cuatro hierros
oxidados para aguantar su peso. La puerta se cerró con un golpe seco.
Una vez a solas, una impotencia casi palpable
sobrevoló la habitación. Cada exhalación chocaba contra los muros, cada
movimiento hacía rechinar los muelles bajo el raquítico colchón.
La única
pertenencia que le habían permitido quedarse descansaba apoyada sobre la mesa
en el extremo opuesto de la celda. Dos mujeres sonrientes le observaban desde
una de sus fotografías, congeladas y ajenas a su desgracia. Ni rastro de
objetos punzantes, ni siquiera un bolígrafo. Al lado de la mesa, solo un bloque de hormigón
agujereado, parodia de retrete. Ni ducha ni lavabo.
Alguien
había pintado, Dios sabe con qué, unas iniciales en la pared. Se preguntó de
quién podrían ser, qué habría hecho ese pobre desgraciado para acabar allí.
La soledad
se apoderó de él. Sin posibilidad de escapar, todo pensamiento era amargo. De
repente, el techo le parecía demasiado bajo; las sábanas, demasiado ásperas y el
silencio, demasiado espeso.
En un
esfuerzo por mantenerse cuerdo, intentó ponerse cómodo pero los muelles del
colchón se le clavaban en la espalda. Quiso entretenerse pero no supo cómo.
Trató de dormir pero fue incapaz de relajarse.
Con la boca
seca y las manos temblorosas, se dedicó a contar las motas de polvo que bailaban
con los últimos rayos de sol.
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