miércoles, 12 de noviembre de 2014

Sola en el altar

La novia estaba sentada en el frío suelo del altar sin él, sin nadie. Había pedido a todos que salieran y la dejaran unos minutos a solas. Tras varios meses preparando el día que había soñado desde niña, se había quedado allí apoyando sus brazos y la cabeza en el sillín donde hacía unos minutos se sentaba a su lado y escuchaba las palabras sobre el amor del sacerdote. Poco después él se puso nervioso sudando y dijo titubeando que no podía hacerlo, que tenía dudas desde hacía unos días y que a pesar de que la quería no veía un futuro juntos, que no estaba preparado. Tras ello, se dio a la fuga mientras a ella se le partía el corazón entre las miradas furtivas de los invitados ¿Qué pasó por su cabeza? ¿Sería algo que ella dijo? ¿Algo que hizo? ¿Serían sus amigos, esos que solían decir que ella era muy difícil? Lo cierto es que ellos también lo eran. Además, no la conocían, pero lo que realmente se preguntó es si de verdad le conocían a él y todo lo que esconde.

La novia se sentó recolocando su carísimo vestido blanco. Era una flor en medio aquella inmensa soledad que miraba hacia la luz de las vidrieras de colores esperando un milagro de ese Dios que se había burlado de ella. Lo cierto es que él era un chico tan simpático, tan atento, tan perfecto. El príncipe azul de sus sueños. Lo curioso fue que a pesar de su gran seguridad necesitaba pasearla como un trofeo allí a donde iba. Ella, tan inconsciente y tan risueña, pensó que con su larga lista de decepciones con los hombres no volverían a tomarle el pelo. Pero bajó la guardia con un romance imaginario y cayó. Debería haberse dado cuenta.

Al rato escuchó voces al otro lado de la gran puerta de madera. Habiendo sido humillada delante de todos, no estaba dispuesta a que nadie volviera a verla así. Salió a la calle por la puerta de atrás y en la parte trasera de la Iglesia encontró a una chica pelirroja fumando apoyada sobre un coche que la miraba confundida. La novia se le acercó y le preguntó si era su coche, ante su afirmativa dijo-¿puedes sacarme de aquí, por favor?-la joven asintió y arrancaron.
-¿Le has plantado?-preguntó la pelirroja.
-Peor, he sido plantada-ambas resoplaron.
Se puso el semáforo en rojo y la novia observó en la cabina de la calle al que ahora podría ser su marido hablando por teléfono. Este la vio. Ella, con su maquillaje corrido por las lágrimas, sonrió, mostró su puño por la ventanilla y estiró el dedo corazón. Era todo lo que le tenía que decir. Dio gracias a que se pusiera en verde y salieran de allí. La chica que la llevaba se rió y la llevó a su casa. Allí la buena samaritana le dejó ducharse y le dio ropa cómoda, un bocata y un cigarrillo.


No, no tuvo su cuento de hadas ni encontró a su príncipe azul. Sin embargo, tras escuchar las muchas otras historias decepcionantes de su nueva amiga pelirroja amenizadas entre risas y cervezas, se dio cuenta de algunas cosas: Que ser fuerte no es cosa de un rato, es el pan de cada día. Que si alguien te hace caer tú te levantas, le sonríes como si no te doliera y le mandas a la mierda. Que el final feliz nunca será como te lo esperas pero tendrá el color con el que tú lo quieras ver. Al fin y al cabo, puedes llorar sola en la Iglesia donde te han plantado o puedes reírte de lo que ha pasado tomando unas cervezas con una desconocida que te ha recogido de la calle. Porque ante el dolor o te quejas o lo curas. Tú eliges.

Alicia Salazar

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