La novia estaba sentada
en el frío suelo del altar sin él, sin nadie. Había pedido a todos
que salieran y la dejaran unos minutos a solas. Tras varios meses
preparando el día que había soñado desde niña, se había quedado
allí apoyando sus brazos y la cabeza en el sillín donde hacía unos
minutos se sentaba a su lado y escuchaba las palabras sobre el amor
del sacerdote. Poco después él se puso nervioso sudando y dijo
titubeando que no podía hacerlo, que tenía dudas desde hacía unos
días y que a pesar de que la quería no veía un futuro juntos, que
no estaba preparado. Tras ello, se dio a la fuga mientras a ella se
le partía el corazón entre las miradas furtivas de los invitados
¿Qué pasó por su cabeza? ¿Sería algo que ella dijo? ¿Algo que
hizo? ¿Serían sus amigos, esos que solían decir que ella era muy
difícil? Lo cierto es que ellos también lo eran. Además, no la
conocían, pero lo que realmente se preguntó es si de verdad le
conocían a él y todo lo que esconde.
La novia se sentó
recolocando su carísimo vestido blanco. Era una flor en medio
aquella inmensa soledad que miraba hacia la luz de las vidrieras de
colores esperando un milagro de ese Dios que se había burlado de
ella. Lo cierto es que él era un chico tan simpático, tan atento,
tan perfecto. El príncipe azul de sus sueños. Lo curioso fue que a
pesar de su gran seguridad necesitaba pasearla como un trofeo allí a
donde iba. Ella, tan inconsciente y tan risueña, pensó que con su
larga lista de decepciones con los hombres no volverían a tomarle el
pelo. Pero bajó la guardia con un romance imaginario y cayó.
Debería haberse dado cuenta.
Al rato escuchó voces al
otro lado de la gran puerta de madera. Habiendo sido humillada
delante de todos, no estaba dispuesta a que nadie volviera a verla
así. Salió a la calle por la puerta de atrás y en la parte trasera
de la Iglesia encontró a una chica pelirroja fumando apoyada sobre
un coche que la miraba confundida. La novia se le acercó y le
preguntó si era su coche, ante su afirmativa dijo-¿puedes sacarme
de aquí, por favor?-la joven asintió y arrancaron.
-¿Le has
plantado?-preguntó la pelirroja.
-Peor, he sido
plantada-ambas resoplaron.
Se puso el semáforo en
rojo y la novia observó en la cabina de la calle al que ahora podría
ser su marido hablando por teléfono. Este la vio. Ella, con su
maquillaje corrido por las lágrimas, sonrió, mostró su puño por
la ventanilla y estiró el dedo corazón. Era todo lo que le tenía
que decir. Dio gracias a que se pusiera en verde y salieran de allí.
La chica que la llevaba se rió y la llevó a su casa. Allí la buena
samaritana le dejó ducharse y le dio ropa cómoda, un bocata y un
cigarrillo.
No, no tuvo su cuento de hadas ni encontró a su príncipe azul. Sin
embargo, tras escuchar las muchas otras historias decepcionantes de
su nueva amiga pelirroja amenizadas entre risas y cervezas, se dio
cuenta de algunas cosas: Que ser fuerte no es cosa de un rato, es el
pan de cada día. Que si alguien te hace caer tú te levantas, le
sonríes como si no te doliera y le mandas a la mierda. Que el final
feliz nunca será como te lo esperas pero tendrá el color con el que tú lo quieras ver. Al fin y al cabo, puedes llorar sola en la Iglesia
donde te han plantado o puedes reírte de lo que ha pasado tomando
unas cervezas con una desconocida que te ha recogido de la calle.
Porque ante el dolor o te quejas o lo curas. Tú eliges.
Alicia Salazar
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