Me recuerdo apoyada en la ventana
del hotel escuchando el bullicio de la gente y el tráfico de
Manhattan, a veintiocho pisos del suelo y con la mirada perdida en
las luces de cientos de edificios que ocultaban las estrellas...
Pensé cómo alguien tan cerca del cielo y en el centro del mundo
podía sentirse tan sola. Estaba lejos de casa, de mis lugares
preferidos, de mi gente, de él... Alguien con quien en España ya
tenía una relación a distancia ¿Qué importaba no verle casi por
estar él en Barcelona y yo en Madrid que no verle por estar él en
Barcelona y yo en Nueva York? Simplemente no le veía. No le tenía ahí.
En cualquier parte en la que no estuviera, sentía que cómo el olor
de su alma y la necesidad de que volviera a estrecharme entre sus
brazos me acompañaba a todas partes. Ahora los negocios me habían
llevado a estar lejos de su mundo y del mío. Y justo allí, en ese
momento de soledad sin prejuicios, ni críticas y, a pesar de estar
en medio de la contaminación acústica de la Gran Manzana, por fin,
logré escuchar mi propia voz. En otro continente hallé lo que en mi
hogar yo me negaba a mí misma: Libertad. Él me había bloqueado de
todos los modos posibles y yo había cedido en todo lo que él quería
y en lo que nunca pensé que alguien conseguiría hacerme sumisa. Él me
impedía ser yo. Tras un paseo hasta la Quinta Avenida y tan cerca de
esas luces de neón que ciegan a la gente, yo abrí los ojos.
Crucé el océano de regreso a
casa segura de mi decisión. Por primera vez mi cabeza y mi corazón
estaban de acuerdo. Al llegar lo llamé con un discurso mental que
deseché en cuanto escuché su voz. No le dije la verdad. Usé la
distancia para hacer un poco menos doloroso lo que iba a tener el
mismo resultado: El final de un amor apasionante y dañino que me
habría hecho infeliz.
Ha pasado más de un año de
aquello. Los primeros ocho meses no quise saber nada de los
sentimientos. En los siguientes me dediqué a cometer nuevos errores
y a destruir mi alma cada día un poco más. Hace poco hubo un par de
ojos marrones que me transmitieron ese cosquilleo que ya a penas
recordaba. Tus ojos. Ahora, con las lecciones aprendidas y las
heridas sanadas, ya no tengo miedo al dolor de la caída porque sé
que tiene una vida limitada.
Te veo casi todos los días en un
efímero saludo al cederte la puerta, cuando llega tu turno y se
acaba el mío en la clase de piano. Sin embargo, la corta
conversación que tuvimos hace dos días mientras la profesora hablaba
con su vecina, me devolvió la paz que había perdido hace mucho
tiempo. Tenía la sensación de que tus palabras sabían a caramelo ¿A
caso tiene sentido? Son solo unos segundos. Solo a unos centímetros.
Pero estando a una mirada de ti siento que estoy a la distancia
suficiente para saber que es la hora de ser valiente. A veces una
mirada puede ser una distancia mucho mayor que un océano cuando se
tiene más ganas de llegar al otro lado.
Se está acabando mi clase de
piano de hoy. Me despido de la profesora, abro la puerta y encuentro
tu hipnotizante mirada.
-Aún no sé tu nombre-te digo.
-Marcos.
-Clara-respondo mientras nos
estrechamos las manos.
Al separarlas te quedas con el
papel en el que he escrito mi número de teléfono. Giro la cabeza en
el último momento y veo que me sonríes antes de entrar. No, pase lo
que pase, ya no tengo miedo.
Alicia Salazar
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