Los primeros días on
the road son capaces de matar a cualquiera. Sin embargo, para mí han sido
como una pomada, como el más fuerte de los calmantes. No tener una manta, no
saber a qué hora vas a emborracharte, ni si vas a comer. Puede que esa no sea
la dinámica general. Está visto que nuestro fuerte no es la organización. ¿Lo
mejor? Los bolos improvisados.
Estaba ensayando en la parte trasera de la furgoneta con el
bajista. La invitación, la posibilidad de ser vocalista fue tan improvisada que
tenía mucho camino por delante para dar la talla bajo los focos, si es que los tenemos.
Mientras vamos de una ciudad a otra, siempre procuro ensayar con alguien
durante el camino. Es entonces cuando los baches de las carreteras comarcales
se convierten en nuestro peor enemigo.
Hace un par de días, la comarcal no solo se las arregló para
hacer malabares con mi voz, sino que tuvo tiempo de sobra para ocuparse de la
furgoneta. El cretino de la grúa nos cobró la mitad de lo que llevábamos para
comer durante la gira y nos acercó hasta un pueblecito donde pasaríamos la
noche.
Era la hora de cenar. Nos acercamos a un bar de la plaza.
Resulta que era fin de semana y, después de comer algo, se empezó a llenar.
Juan utilizó su estrategia favorita: sacar la guitarra y tocar hasta que el
dueño del local no nos dejase pagar la cuenta. Versionamos canciones, tocamos
algunas propias y hasta improvisamos.
Creo que nunca había sido tan feliz. Ni siquiera me acordaba
del nombre de aquel pueblo, aunque podía recordar con claridad el palillo que
llevaba entre los dientes el señor de la grúa cuando lo pronunció. Allí no
conocía a nadie. Ni siquiera a mí misma. Yo, que me proclama pajarillo libre,
parecía haber encontrado un hueco en algún sitio. Gracias a Dios, no era un sitio
fijo. No era el león que todo el mundo quiere ser, pero la gente a menudo
olvida que los pájaros siempre migran acompañados.
Cuando el camarero nos dijo por cuarta vez que tenía que
cerrar, abrí los ojos y levanté la vista. No me había dado cuenta de que había
tanta gente hasta ese momento. ¿Todos me habían oído cantar? A pesar de la vergüenza,
no pude evitar dejar escapar una sonrisilla de satisfacción. Miré una vez más
alrededor mientras recogíamos. Quería acordarme bien de mi primera «multitud».
Entonces lo vi.
Djalí.
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