Con el sueño pegado a los talones y
escalofríos besándole la nuca, salió del autobús.
El día anterior, cuando salió de la
consulta, todavía hacía calor. Desaprovechar esos últimos días de sol le
parecía un crimen. Fue a por un helado. Callejeó y le dio mil, dos mil, tres
mil vueltas a aquella pregunta.
¿De qué te arrepientes? ¿Arrepentirse? No
sabía. No le importaba. Sí, arrepentía de haberse cortado tanto el pelo. Se
arrepentía de demasiadas cosas. De los libros que no había tenido tiempo de
leer, de los detalles que había olvidado tener, de no haber comprado esos
vaqueros que tan bien le quedaban. Esas canciones cuyos títulos nunca
recordaba, ese sueño que se le escurría entre los dedos cuando sonaba el
despertador.
Aquella noche se sirvió copas de
vino hasta perder la cuenta y se encontró con la respuesta por casualidad. En realidad era sencilla. Se
arrepentía de esa última copa y de la anterior. Medir sus días en pastillas
tampoco era algo de lo que se sintiese orgullosa, desde luego. Entre trago y
trago, se consoló. Alejar a todo el mundo llevaba mucho trabajo, al menos eso tendrían
que reconocérselo.
Con niebla en los ojos y el moño
deshecho, abrió la puerta.
—
Y bien, ¿has pensado en lo de ayer? ¿De qué te
arrepientes?
Dudó.
—
Bueno, me arrepiento de haberme cortado el pelo.
Djalí
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